jueves, agosto 31, 2006

 

Relato de Margarita

Lola tenía un secreto; cuando era prácticamente una niña, había sido violada, fué durante la segunda guerra mundial. Un soldado alemán había sido el autor de semejante horror; como fruto de este atropello había nacido Lissy; para todos, la hermana menor de Lola.



A pesar de que Lola era huérfana de padre desde muy pequeña, Lissy fue anotada en el libro de registro de nacimientos como hija de Elena Lazarenko, la madre de Lola, no se hizo ninguna pregunta, así que no hubo que responderle a nadie. Elena y Lola se hicieron la promesa de nunca contarle a nadie la verdad, siempre dirían que Lissy era la hija menor.



Habían transcurrido doce años y Lola brincaba de la emoción; acababa de recibir la tan esperada carta de aceptación del Hospital de Leningrado. La carta decía que había sido escogida para recibir allí, su entrenamiento de Médico. Otra carta que leyó mas tarde, era de su madre, le deseaba un feliz cumpleaños; había estado de cumpliendo hacía ya unas semanas, eran 26 años. Lola le contaba a sus amigas que tenía gran ilusión en volver a Rusia, para practicar en su país la medicina y ver a su familia, tenía casi siete años sin regresar.



Comenzando su último semestre y con sus planes de futuro ya estructurados, sucedió algo que cambiaría todo.



Fue durante una clase de anatomía, entre tubos de ensayo y cadáveres, que Lola conoció a un profesor suramericano, Rubén Mendoza Calatrava. El estaba en la facultad de medicina de profesor invitado, dictaba unas conferencias en medicina tropical, era su año sabático y lo estaba pasando en Paris. El no tenía que estar en esa clase en particular, pero por cosas del azar, allí estaba, con su bata blanca y sus lentes, en ese preciso salón de clases. Los estudiantes estaban disectando un cadáver que parecía de cartón, explicaba el profesor que aquél cuerpo había sido un mendigo. Al parecer, Lola se le quedó mirando a Rubén como si lo hubiese conocido antes, quizás pensó, que podia haber sido en otra vida. El la miró sin detenerse, al final de la clase, presentaron a Rubén como una eminencia en su campo. El la miró de nuevo y no pudo volver su mirada a ninguna otra parte; fue amor a primera vista, desde ese día no pudieron volver a separarse, comían, estudiaban en la biblioteca y hasta dormían juntos.



Una vez concluidos los estudios de Lola, decidieron empacar e irse a casar en Caracas y quedarse a vivir allá. Caracas era una ciudad que siempre le había intrigado conocer, su madre tenía unos amigos que se habían ido, después de la segunda guerra mundial, a Venezuela y siempre les escribían desde allá. Ella recordaba como miraba los sellos postales y las curiosas estampillas, mientras se imaginaba una selva llena de playas y matas de coco.



Lola pensó en contarle a Rubén la historia sobre como tuvo a su hija, pero nunca llegaba el momento adecuado. Inicialmente planificó decírselo, antes del compromiso matrimonial, pero llegado el momento le faltó valor. Así fue pasando de una excusa a la otra en su cabeza, con el mismo resultado de no poder hablar con Rubén del tema. Era algo demasiado vergonzoso para ella, además, lo estaba pasando tan bien, que le parecía que no tenía ningún sentido perturbar tanta felicidad. Sentía que estaba flotando por las nubes y le daba mucho miedo que la fuera a rechazar su novio, por ese desafortunado percance y terminar desamparada y abandonada por su amor. Pensó en lo que le habían dicho sobre la forma de ser tan conservadora de la sociedad venezolana y concluyó que era poco probable que aceptaran, a una esposa del hijo mayor de una familia de tanta alcurnia, con un pasado tan oscuro. Ella no dudo al terminar sus divagaciones, en dejar ese secreto solo para si misma, sin contárselo jamás a nadie fuera de las fronteras de la cortina de hierro. En fin, estaba locamente enamorada de Rubén, era su salvoconducto para ir a América, eso dejó tranquila su conciencia, además pensó en ese momento, que era muy difícil sacar a nadie de Rusia con cualquier excusa y de hacer el mínimo intento de rescatar a Lizzy, se revelaría su secreto como la pólvora y era pasar por demasiado inconveniente con resultados positivos improbables.



Le contaron con tanta alegría a sus familias la maravillosa noticia del enamoramiento, que todos estuvieron felices de la decisión de casarse en Caracas. Compraron bellísimos ajuares en Paris y hasta el vestido de novia lo escogieron juntos. Cada minuto que pasaba, Lola pensaba que era más difícil contar su secreto y la vida se le iba enredando cada vez más y más. A pesar de que ella pasaba ratos de ausencias, donde no sabía de que le estaban hablando sus amigas y el mismo Rubén; todos pensaron que era lógico, con todo lo que tenía Lola entre manos, no solo la boda sino perder a su familia y terminar los estudios, además, en ese momento todavía le faltaban unos detalles para finalizar la tesis de grado.



Superada las crisis de última hora, Lola terminó sus estudios con honores y se embarcaron en su viaje definitivo para residenciarse en Venezuela



Lola hizo una entrada triunfal en Caracas, rubia y bella, además médico, aditamento muy escaso en esos días, todos la querían conocer y causó gran revuelo la boda del año, como la habían calificado. Se enteró, al comenzar a conocer a las amigas de su novio, que las niñas de la sociedad caraqueña se dedicaban a pescar marido y luego a tener hijos. Ella había perdido cualquier posibilidad de volver a engendrar, había estado entre la vida y la muerte, por la infección tan feroz que le dio, cuando tuvo a Lizzy. Fue consecuencia de un parto mal atendido y sin ninguna posibilidad de antibióticos, en el caos de la guerra, los ovarios se le habían necrosado sin remedio.



Sin embargo, estando en Caracas se sometió a todos los tratamientos imaginables, haciendo ver que ella estaba perfecta para ser madre y que era cuestión de esperar con paciencia. “Hasta que Dios decida enviarnos un hijo”, ese era su discurso.



Elena mantenía desde tan lejos permanente correspondencia con su hija; incluso hablaban por teléfono con regularidad. Apenas llegó Lola a Caracas, había hecho contacto con los viejos amigos de su madre; los rusos que vivían en Caracas, Vladimir y María Teresa Szauer. Con ellos había averiguado como enviar encomiendas clandestinamente a su madre y como, con el dinero adecuado, todo era posible. Había iniciado a los pocos días de haber llegado, las gestiones para solicitarle un pasaporte venezolano a Lizzy y también había pedido un permiso al gobierno de Rusia, para que Elena viniera a Venezuela de visita.



Fue justo a los dos años de su llegada al país, cuando recibieron el telegrama donde se le anunciaba a Lola, que Elena, su madre, había dejado de existir y que dejaba a una niña huérfana que no contaba con ningún familiar cercano que pudiese ocuparse de ella. Ella se lo estaba esperando de un minuto a otro, el desenlace era inminente.


Lola enseguida se comunicó con Lizzy, que contaba entonces con catorce años, la niña le contó a su hermana que sintió que el mundo se le había derrumbado, acababa de llegar de enterrar a su madre.

Lizzy sintió que no le quedaba nadie en el mundo, solo aquella hermana lejana que vivía en Sur América y que la estaba llamando por teléfono, cosa muy complicada en esos días.

El invierno no podía ser mas frío, la ciudad parecía estar congelada, así estaba también su mente, Lizzy sentía que el globo terráqueo, había cesado de girar. Sin saber si estaba dormida o despierta, soñó que su madre estaba viva.

Lizzy observaba el mar gris y sin olas de Leningrado, mientras, desde la única ventana de su apartamento, tomó nota de que como siempre, los barcos no se movían. En ese momento distinguió a un hombre que cruzaba la calle, se le pareció al médico de su madre.

Elena Lazarenko, la madre muerta, había hecho los arreglos del viaje. Lizzy tenía ya los boletos y ni la menor idea de cómo sería el país a adonde se dirigía. Sabía que habían tenido que pagar trescientos cincuenta mil rublos, el dinero lo había enviado su hermana desde Venezuela, Elena le había contado todo en el mayor secreto. Nadie se atrevía a preguntar como ni cuando partiría, era un silencio cómplice, donde mientras menos información se daba o se recibía, era mejor, pero se murmuraba que habían pagado una enorme suma, aunque no hubiese un alma que lo verificara.

Miró a su alrededor y vio por última vez su casa, aspiró profundamente y sintió el aroma del perfume de su madre, todavía se sentía en el ambiente. Miró despacio y sin apuro cada uno de los objetos que estaban en la casa. Toda la casa estaba compactada en una sola habitación. Posó la vista sobre el mantel que había tejido su madre en croché, cubría la rústica mesa cuadrada del comedor y sobre ella, reposaba el samovar, donde por las tardes, su madre calentaba el agua para el té. Debajo de la mesa había una alfombra redonda; observó como la habían abandonando los colores, hacía poco, parecía nueva. Repasó cada una de las cuatro sillas de diversos estilos que completaban el juego de comedor; estas habían aparecido en el transcurso del tiempo como herencias de amigos que las dejaban de necesitar. El piso de loza marrón, la hizo recordar la última vez que vio a Elena tratando de sacarle brillo con una cera que había logrado conseguir en el comisariato de su trabajo.

A un lado de la habitación observó la cama de Elena, la tocó con amor y la tendió poco a poco, con un cubre-cama color vino tinto y oro, pasó sus delicadas manos por la tela que parecía seda pura. Al otro lado, formando una ele, estaba el sofá de suela marrón que le servía de cama a Lizzy. Completaban el mobiliario de la sala, dos poltronas orejeras forradas en una tela estampada que había olvidado el motivo que representaba y sólo parecía una sombra de algo sobre lo cual estaba la pátina de los años. Había también un mueble ceibó donde guardaban la vajilla que Elena tenía como un tesoro; le había contado a Lissy que era el único recuerdo que le quedaba de su matrimonio. Sobre la ventana había un cortinero de acero; con dos puntas de flecha en las esquinas desde donde colgaba una cortina de encaje beige, que le recordaba un velo de novia, esto le servía de marco al cuadro del puerto que tenían al frente.

En la habitación había otra puerta, además de la de entrada, que comunicaba a la habitación de baño, que además de baño tenía la doble función de cocina; allí estaba la estufa y un gabinete para almacenar las provisiones de comida y algunas ollas. Por último, había un lavamanos de metal con la grifería de acero que salía de la pared, ella lo observó por un instante y cerró los ojos dejándose caer con todo su peso en la poltrona.

El primer sentimiento de Lizzy cuando se enteró de los planes de viaje que había diseñado Elena para ella, fue de mero terror. Pensó que no quería perder a todas sus amigas y dejar atrás lo único que conocía, para irse a un país donde no hablaba el idioma ni conocía las costumbres; sintió que era como tirarse por un precipicio sin saber adonde iba a aterrizar. No se cansaba de imaginar el encuentro con su hermana Lola. Procuraba agotar todas las posibilidades. Anticipaba infinitamente el proceso, desde la llegada al aeropuerto, las caras de las personas que saldrían a su encuentro, hasta el color de su nueva habitación, la misteriosa ciudad, el raro idioma. Afrontaba con verdadero temor (quizá con verdadero coraje) esas imágenes inventadas; cada visualización duraba unos pocos segundos; cuando agotaba todas las posibilidades imaginables, Lissy volvía a comenzar su largo trayecto. Luego se trataba de deshacer de estos pensamientos para dejar su destino en manos del azar.

Lizzy, había pasado sus catorce años con pocas amigas, algunas de la escuela a la que asistía y otras amistades eran del vecindario o de su mismo edificio. Su madre no la dejaba hablar con desconocidos, dedicaba sus días a sus estudios de bachillerato y a jugar en su cuarto con sus amigos imaginarios.

Se quedó dormida y, al cabo de un rato, que le parecieron segundos, apareció como por arte de magia, Ervin Lebenhart, el médico de su madre. Lizzy no había cerrado la puerta con llave, la había dejado entre abierta por falta de energía para cerrarla. El mundo seguía detenido pero era hora de partir. El doctor le contó a Lizzy que desde que la muerte de Elena era inminente, ella misms había cuidado cada detalle sin dejar ningún cabo suelto para que Lizzy se pudiera reunir con su hermana; hasta la llevada de Lissy al aeropuerto por parte del doctor. Lissy le trató de explicar al doctor que no entendía, como era posible que precisamente ese día y esa fecha estuviesen estampadas en el pasaje de avión, a lo que el doctor le respondió; “dicen que todos sabremos en la víspera, cuando nos llegará la hora, Lizzy”.

Lissy pasó de la sorpresa a la resignación, le agradeció con la mirada al señor que la hubiese ido a buscar y se levantó con rapidez de la poltrona. Allí estaba ella, vestida con un taller de color azul marino y blusa blanca de cuello camisero, sus zapatos de charol negro y medias de nylon color taupé. Todo el ajuar era un regalo de Lola, que había llegado a sus manos clandestinamente. Por unos minutos se miraron a lo profundo de las cuencas de sus ojos, había tanta ternura en sus miradas que se les llenaron instantáneamente los ojos de lágrimas.

Lola había logrado, obtener los papeles para Lizzy, con las palancas adecuadas y pagando las tarifas que tocasen, haciendo miles de diligencias durante sus dos años en Caracas. Lizzy no disponía de otro documento, solo el pasaporte venezolano que le había proporcionado el consulado de Venezuela en Leningrado.

Llegaron al aeropuerto, observó que era un edificio pequeño y triste de un solo piso. Lizzy borró todos los episodios que había imaginado sobre su salida al extranjero desde un bello Terminal como los de las películas, que había visto en la televisión de su amiga Sara.

Inmóvil, se sometió a las múltiples y desagradables requisas y a los interrogatorios sobre los objetos que llevaba en su pequeño maletín de mano. Su equipaje consistía en una muda de ropa, su cepillo de dientes y algunos libros de cuentos infantiles, que le leía su madre antes de acostarse para que tuviese dulces sueños. Ninguna circunstancia la alteraba, llegó a agradecerle a sus verdugos las incomodidades de que era objeto, solo quería que la pesadilla llegara a su fin y por fin viera como en una película en cámara rápida su nueva vida hasta ser ya muy vieja....

Se despidió con cariño de su amable amigo y pasó las últimas alcabalas que la llevaron a la puerta de salida que indicaba su ticket de avión. Enseguida, llamaron a abordar su vuelo, ella se levantó y con pasos lentos se introdujo en el DC10, así decía la inscripción en la cola del avión, se sentó y no supo más de si. Muchas horas más tarde, cuando habían aterrizado en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, en Caracas, una amable azafata se percató que faltaba un pasajero por bajar del avión, al verla tan profundamente dormida la despertó con delicadeza y le indicó que era hora de salir del avión, al no obtener respuesta de Lizzy, comprendió y le habló con señas, ya que Lizzy no le entendió ni una sola palabra cuando le habló en inglés .

Había llegado el momento, tenía que bajarse de la nave, que era su última conexión con el pasado. Con temor, se levantó lentamente, ahora le tocaba ver la verdadera película de su vida.

Bajó del avión con desconcierto, no sabía como sería su hermana, no la recordaba muy bien, solo tenía recuerdos muy vagos de unas fotos viejas. Permaneció un rato en una larga cola, que le indicaron que debía hacer antes de salir del aeropuerto; era el control de pasaportes. Pasó sin novedad y le estamparon su documento con un duro golpe de sello, ella brincó del susto y siguió las flechas que indicaba la salida en varios idiomas.

Estaba ya afuera de los controles del aeropuerto, cuando de pronto…… vio a una mujer exacta a su madre cuando era Jove. Era Elena, pero esta Elena era más bella de lo que la recordaba en las fotos de cuando era joven; pensó que estaba soñando, no podía ser. “Mamá está enterrada en Leningrado”, se dijo a sí misma. Entonces pensó que tenía que ser un espanto, dio un grito del susto; y Lola la atrapó en un abrazo y le dijo: “tranquila Lizzy, has llegado a casa, yo soy tu verdadera madre, soy Lola”.

Fue en ese momento que Lola sintió por primera vez el fuerte lazo de amor de madre que la unía a su hija; en ese instante supo que ya tenía la fuerza que necesitaba y que era capaz de contarle a Rubén toda la verdad. Esa misma noche lo hizo, atropellaba las palabras porque quería decir tanto que la lengua se le enredaba, y al final, ella lloraba de emoción y de vergüenza por no haber sido capaz antes de ese día de contarla su verdadera historia a su marido. Rubén le enjugó las lágrimas con amor y le llenó la cara de besos tiernos de perdón.

FIN

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