sábado, agosto 26, 2006
Segunda parte del relato del profesor
2)El narrador conoce a Ana y comienza su relación ella, los encuentros en el galpón mientras se construye la sede subterránea del centro de conservación fílmica
No sabía en calidad de qué, pero si una certeza sabía era que la universidad era un mero formalismo para ingresar en algún cargo en las empresas de su padre. Él terminó sus estudios, pasaron los brindis y los almuerzos y todo esto coincidió con el comienzo comenzó ese afán, es casi manía filantrópica y alguien le dijo a su padre que debía crear una forma de hacer responsabilidad social en la empresa y quién mejor que su hijo más pequeño para encargase de eso.
Buscar, visitar, evaluar, seleccionar y determinar el monto de las donaciones, la idea era no tener ningún tipo de programa conjunto ni compromiso posterior, sólo dar el dinero y seguir a la siguiente beneficencia. Y así fue regalando sillas de rueda, camas para geriátricos, bibliotecas en braille, canastillas en las maternidades públicas, instrumentos para orquestas infantiles.
Él iba, como una especie de San Nicolás de todo el año, pero nunca había recibido una carta como aquella. Antes de ella no sabía qué era el Instituto de Preservación Fílmica, no sabía qué valor podían tener cintas viejas, qué sentido podía tener todo aquello. Cuál era la razón de una construcción subterránea, con condiciones de temperatura especiales.
La cifra era alta, requería una evaluación detallada y la autorización de su padre. Pero él releía la carta que firmaba una tal Milena García donde decía ‘vivimos sumergidos en un mar de imágenes’ y él no la conocía y no podía saber nada de ella ni de sus películas, pero cada vez que volvía sobre esas líneas se sentía como transportado a un mundo acuático, brillante y plácido donde se hundía con ella y era feliz.
Remitió la carta a su padre y, en un impulso, el viejo respondió como un alienado ante un infomercial, surgió en él un amor por el film como si fuera descendiente directo de los Lumiére, convenció a otros amigos y un par de meses después llegó al galpón de instituto y se explayó en el discurso del emprendimiento y cómo para él apoyar estas iniciativas era una vocación y la necesidad de trascendencia y si todos pusieran de su parte y este es un granito de arena y el día de mañana y nuestros hijos y nuestros nietos y tantas cosas que en su cabeza se perdía en la sonrisa de Milena, en esos cabellos, en esos ojos.
Y no sabe cómo pero todo el mundo se fue retirando, como una demolición delicada, hecha bloque a bloque y quedaron Milena y él:
-Vivimos sumergidos en un mar de imágenes…
-Señor Jiménez, no sabemos cómo agradecerle…
Y tal vez un par de líneas de diálogo más, pero ella salió de escena caminando, quién sabe si al baño, si en realidad se había ido -aunque esto era poco probable porque había dejado su cartera sobre su escritorio- pero él sí se marchó aunque con la mente en el regreso.
Y a partir del día siguiente comenzó a enviar flores en números impares, bombones de rellenos extravagantes, peluches inusualmente grandes o estúpidamente pequeños y siempre la misma tarjeta: ¡Salud por las imágenes!
Dos semanas después llegó él con el regalo, un ramo de veinte rosas púrpura ecuatorianas, que llamaban a la tentación, a la pasión. Caminó silenciosamente, entre los estantes y los archivadores y llegó hasta el escritorio.
No se dijeron nada, simplemente se acercaron, se besaron, y nada más desnudarse se rodaron por el piso durante horas en una dicha absoluta.
No sabía en calidad de qué, pero si una certeza sabía era que la universidad era un mero formalismo para ingresar en algún cargo en las empresas de su padre. Él terminó sus estudios, pasaron los brindis y los almuerzos y todo esto coincidió con el comienzo comenzó ese afán, es casi manía filantrópica y alguien le dijo a su padre que debía crear una forma de hacer responsabilidad social en la empresa y quién mejor que su hijo más pequeño para encargase de eso.
Buscar, visitar, evaluar, seleccionar y determinar el monto de las donaciones, la idea era no tener ningún tipo de programa conjunto ni compromiso posterior, sólo dar el dinero y seguir a la siguiente beneficencia. Y así fue regalando sillas de rueda, camas para geriátricos, bibliotecas en braille, canastillas en las maternidades públicas, instrumentos para orquestas infantiles.
Él iba, como una especie de San Nicolás de todo el año, pero nunca había recibido una carta como aquella. Antes de ella no sabía qué era el Instituto de Preservación Fílmica, no sabía qué valor podían tener cintas viejas, qué sentido podía tener todo aquello. Cuál era la razón de una construcción subterránea, con condiciones de temperatura especiales.
La cifra era alta, requería una evaluación detallada y la autorización de su padre. Pero él releía la carta que firmaba una tal Milena García donde decía ‘vivimos sumergidos en un mar de imágenes’ y él no la conocía y no podía saber nada de ella ni de sus películas, pero cada vez que volvía sobre esas líneas se sentía como transportado a un mundo acuático, brillante y plácido donde se hundía con ella y era feliz.
Remitió la carta a su padre y, en un impulso, el viejo respondió como un alienado ante un infomercial, surgió en él un amor por el film como si fuera descendiente directo de los Lumiére, convenció a otros amigos y un par de meses después llegó al galpón de instituto y se explayó en el discurso del emprendimiento y cómo para él apoyar estas iniciativas era una vocación y la necesidad de trascendencia y si todos pusieran de su parte y este es un granito de arena y el día de mañana y nuestros hijos y nuestros nietos y tantas cosas que en su cabeza se perdía en la sonrisa de Milena, en esos cabellos, en esos ojos.
Y no sabe cómo pero todo el mundo se fue retirando, como una demolición delicada, hecha bloque a bloque y quedaron Milena y él:
-Vivimos sumergidos en un mar de imágenes…
-Señor Jiménez, no sabemos cómo agradecerle…
Y tal vez un par de líneas de diálogo más, pero ella salió de escena caminando, quién sabe si al baño, si en realidad se había ido -aunque esto era poco probable porque había dejado su cartera sobre su escritorio- pero él sí se marchó aunque con la mente en el regreso.
Y a partir del día siguiente comenzó a enviar flores en números impares, bombones de rellenos extravagantes, peluches inusualmente grandes o estúpidamente pequeños y siempre la misma tarjeta: ¡Salud por las imágenes!
Dos semanas después llegó él con el regalo, un ramo de veinte rosas púrpura ecuatorianas, que llamaban a la tentación, a la pasión. Caminó silenciosamente, entre los estantes y los archivadores y llegó hasta el escritorio.
No se dijeron nada, simplemente se acercaron, se besaron, y nada más desnudarse se rodaron por el piso durante horas en una dicha absoluta.