lunes, septiembre 04, 2006
Relato de Itala
PRIMERA PARTE
Si he de ser sincero tengo que confesar, por mucho que lo hubiera pensado, jamás imaginé que ese veintitrés de noviembre llegaría a ser un día crucial el resto de mi vida. Todo acaeció cuando esa fecha, justo un mes después de recibirme de médico cirujano y luego de las tradicionales celebraciones familiares, recibí una carta de Isabel Clemencia, mi tía paterna, casada, la cual recuerdo residía en Puerto Rico, excusándose por no haber podido asistir a mi graduación. Solicitándome al mismo tiempo que antes de viajar a la ciudad de Boston, en U.S.A donde pensaba realizar una especialización en cardiología, pasara por su casa en Cayey, distante tan solo a cuarenta y cinco minutos de la ciudad de San Juan, capital de la hermosa isla, pernoctando en ella al menos quince días. Cuando comuniqué a mi progenitor sobre la invitación recibida, sus ojos de por si pequeños amenazaron por un instante con desaparecer bajo sus cansados párpados. Y cuando me abrazó con todo ese amor que solo un padre amantísimo es capaz de trasmitir, diciéndome:
-Dale un gran beso de mi parte. ¡Pero solo uno!.- yo le correspondí con un efusivo beso en la mejilla que creí sentir humedecida.
SEGUNDA PARTE
Una semana después me encontraba en la exuberante isla lleno de incertidumbres. Mi padre no me había dado mayores detalles sobre Isabel. Ni tampoco yo me atreví a preguntarle. Lo único que recordaba, es que era la tercera y única hembra de los cuatro hermanos que integraban la familia Contreras Falcón, de los cuales él era el mayor. Siendo muy joven, apenas de dieciséis años se había casado con un ingeniero cubano de forma verdaderamente insólita y romántica. Mi progenitor, quien era un hombre tradicional y sumamente apegado a la familia, gustaba siempre hablarnos tanto de su infancia como de sus hermanos. Pero cuando se refería a Isabel Clemencia, sus ojos siempre se humedecían, manifestándonos de seguida odiaba la distancia por que convertía en extraños la familia. Supe tiempo después, que entre ellos había siempre existido una estrecha relación y afinidad. Ahora convertida en gratos recuerdos y nada más.
Pensando conocer mejor esta hermosa isla, decidí no avisar a Isabel de mi llegada, sino al menos cinco días después de mi pernocta. Luego de rentar un automóvil y visitar San Juan, la mayor ciudad de la isla, recordando gratamente tanto el calor de su gente como su música, me dirigí a las ciudades de Ponce y Mayaguéz, para finalmente tal y como lo había previsto, disponerme a visitar dos días después, la casa de campo llamada "Paraíso" habitada por Isabel en el pueblo de Cayey. Ubicado en la parte centroriental de la isla, tomado por montañas originalmente erosionadas. Ahora cubiertas de bosque tropical y zonas todavía rocosas. La cual podía observar durante mi ascenso a la colina en medio de una serpenteante ruta de perfumados caminos, admirando la exuberante vegetación a medidas que iba ascendiendo. A tiempo que una cortina de niebla y frío se hacía cada vez más presente. Escuchándose el incesante croar de las "coquís", las cuales suelen siempre darnos la bienvenida haciendo las delicias de los visitantes y contribuyendo a acentuar el encantó irresistiblemente bucólico de esta verdadera isla del Edén.
Raudo como si persiguiera el viento, se deslizaba el vehículo sin tropiezos por la carretera que se abría a mi paso surcada a los lados por hileras de silenciosos y alados pinos. Algunas veces solía asomar la cabeza por la ventanilla del automóvil dejando que el viento acariciara mi pelo. Otras, aspiraba con verdadero deleite un fuerte olor sumamente agradable, salvaje y selvático, mezcla de mastranto y cilantrillo que me reconfortaba y hacía reconciliarme conmigo mismo. Con todo lo que era y todo cuanto había sido, causándome verdadero placer.
TERCERA PARTE
Al cabo de cierto tiempo, una hora para ser exacto, divisé a lo lejos lo que debería ser y efectivamente era el "Paraíso". Siendo sustituido para ese entonces el camino, por una estrecha vereda privada, en la cual las blancas margaritas, el violáceo de las hortensias y las amarillas flor de día, diseminadas por todas partes, parecían darme la más calurosa bienvenida, mostrando coquetamente la variedad de su coloratura. Y en cuanto me adentré con el automóvil por un espacioso jardín que parecía arropar celosamente la regia casona, en dirección al garaje, una inmensa sonrisa salió a mi encuentro dándome la más maravillosa acogida de la cual tenga recuerdo. Apresuradamente, adelantándome, salí al encuentro de la tía Isabel Clemencia con ambas manos extendidas para recibirla y estrecharla contra mi pecho, pues más que una mujer, se asemejaba a una aparición, a la "Quinta Sinfonía" de Beethoven, al esplendoroso arco iris que aquella mañana lucía más luminoso que nunca. Más, en ese mágico momento el tiempo se detuvo con tal fuerza, que mi corazón amenazó con detenerse. Fué un instante fugaz en el cual a mis sentidos y alborozado espíritu le fué permitido contemplar tal hermosura de mujer. No se trataba precisamente de que me hallara en presencia de una bellísima fémina, la cual era, sin duda. Sino, de algo intangible, casi etéreo que percibía en el ambiente y el cual me había acompañado durante todo el viaje. Y por sobre todo ahora, al contemplarla a ella. Cuando la química, la empatía, el agrado y sorpresa de ambos, impregnaba el ambiente.
Mirándola a hurtadillas y aparentando no hacerlo ante el temor de ser sorprendido por ella, observé que vestía con gran sencillez no exenta de elegancia. Sus cabellos, rubios y lacios sin afectación alguna, apenas recogidos y atados en perfecto desorden con una cinta escarlata, dejaban descubiertas tanto su sensual nuca como su amplia y despejada frente. La figura estilizada y de finos ademanes denotaban su cultivada educación. Siendo su hablar tranquilo y pausado, lo que logro sacarme de mi anodada abstracción.
PRIMERA ESCENA:
- ¡Bienvenido a casa, Ignacio Enrique. ! Qué alegría ¡No sabes cuanto placer me produce hayas aceptado mi invitación. Quisiera te sientas totalmente a gusto y en completa libertad para hacer cuanto te apetezca. Deseo me comentes acerca de tus futuros planes. De mi queridísimo hermano José Gabriel. Así como del resto de la familia.
- ¡Gracias, gracias… querida tía, por este recibimiento tan inesperado!. Papá siempre te recuerda y me rogó encarecidamente te diera en su nombre y en el de todos, un beso ¡Solo uno!.- Acoté picaramente, mientras me acercaba y estampaba en su mejilla lo ofrecido. A tiempo que aspiraba al acercársemele la fragancia con olor a madreselva que exudaba de su cuerpo. Acto seguido, ella tomándome familiarmente del brazo, me dijo:
- ¡Ven! te mostrare tu habitación. Antes podrás, si así lo deseas, darte una ducha que te reconforte de la pesadez del viaje. Pero ¿Cómo estamos de hambre?-
- ¡Me confieso totalmente famélico!- respondí
- Entonces no hay más nada que decir. Almorzaremos a las doce. Confió lo que he preparado para ti, te guste.-
Y nuevamente el desconcierto y la sorpresa se apoderaron de mi, contestando apresuradamente, cuando indicándome la escalera de madera que conducía supuestamente a mi aposento, me dijo:
- Subamos entonces Ignacio. Tu cuarto es el segundo de la izquierda. ¡Hasta pronto! Nos veremos en una hora.- .Y sin darme tiempo a pensar se alejo de mi.
Sobrada razón tenia Isabel cuando me sugirió tomara una ducha previamente. El agua que sentía correr por mi cuerpo me reconfortó de tal manera que creí por un momento ser dueño de muchas cosas. Entre ellas la deferencia de ella. Me vestí con ropa casual. Camisa de lino beige y pantalón caqui y salí al encuentro de mi gentil anfitriona. A quien encontré en la pequeña y acogedora sala. Recostada en cómodo diván, tipo sheslon, escuchando abstraídamente la música que provenía del equipo de sonido instalado sobre la chimenea de piedra. Ahora encendida y de la cual saltaban chispas que le concedían un encanto irresistible a ese vivido momento, tan verdaderamente hermoso, que cerré los ojos fuertemente tratando de aprehenderlo en mi memoria para siempre. A su lado, un libro empastado con la historia y biografía de Mozart. Mas allá, otro diván sumamente original. Elaborado de hierro forjado con dibujos de extraños arabescos. Una mesita central con disímiles objetos perfectamente armónicos. Todo en medio de un estilo ecléptico tan peculiar como su dueña.
Al percatarse de mi llegada, Isabel con el atizador intensificó el fuego y las chispas se multiplicaron. Yo sentía calor. Pero afuera había niebla y frió. Una música indiscutiblemente mozartiana parecía invadir la totalidad del ambiente y absorber nuestros pensamientos. Tratando de romper el silencio me aproximé a la mesita auxiliar que se hallaba a mi izquierda, sobre la cual reposaban dos copas y una botella recién descorchada de Chardonnay.
- ¿Puedo?-. Inquirí a tiempo que tomaba ambas copas en la mano.
- ¡Claro!. Las copas son nuestra y el vino lo descorché para ti. ¿Te agrada el sabor?-
- ¡Por supuesto! Es un tinto excelente. Suave y bien equilibrado. Pero ten cuidado. Justamente por ser afrutado y lleno de vida invita a caer en el exceso.-
- Lo se. Lo conozco bien y por eso es uno de mis favoritos. Se da en el alto Adigio, alrededor del valle que rodea la ciudad de Bolzano. Región verdaderamente vigorosa y como toda Italia, interesante. ¡Brindemos!.-
Alzando mi copa la estreché contra la de ella a tiempo que exclamé:
- ¡Salud, Isabel Clemencia!. Brindo por este reencuentro. Si se puede llamar así. ¡Por el inmenso placer de haberte encontrado nuevamente!.-
- Lo mismo digo.- e inquiriendo seguidamente.
- ¿Te gusta esa música o prefieres otra?.- para luego continuar en tono de broma - ¿Acaso Brahms? ¿El romántico de Wagner o la melancólica tristeza de Chopin?.-
- Ni el uno ni los otros. Sea el elegido Chaikovsky. ¿Tienes algo de él?
Ella no respondió. Tan solo se dirigió hacia el alabastrino piano de cola que se hallaba a la izquierda de la chimenea. Retiró con sumo cuidado la pequeña banqueta frente a este y se sentó. Por breves instantes sus delicadas manos acariciaron el teclado con verdadera devoción. Para luego correr cual asustadas palomas, arrancándole las sentidas notas del “Concierto Número Uno”, para violín y piano del maestro ruso. En donde la melancolía y ensoñación dieron fé, tanto del estado anímico del compositor por aquella época, como ahora de la intérprete. Yo estaba realmente admirado.
- ¡Bravo Isabel! ¡Qué sorpresa. Nunca hubiera pensado que tocaras tan bien ¡ ¿Dónde aprendistes?, dije.-
- Comencé a interpretar desde los seis años hasta el día en que me casé. Aquí no he tenido muchas oportunidades de continuar. Sobretodo por que nos hemos alejado un poco del bullicio de la ciudad desde la enfermedad de Ernesto. Pero practico siempre que puedo. Mi hermano pensó que sería una gran concertista. Pero lo arruiné todo.-
- ¿Cómo así? ¿Eso crees?
- No. Lo digo en el sentido de que defraudé a José Grabriel. Quien tan solo con veinte años de edad se hizo cargo de todos nosotros. Interrumpiendo su carrera de ingeniería cuando estaba a apunto de culminarla y la cual posteriormente terminó, para ocuparse de la empresa de la familia. Manteniéndonos unidos, oponiéndose a la idea de que fuésemos repartidos entre los tíos. -
- ¿ Y por qué no vivir con los abuelos?
-. Todos nos querían. Pero él no quiso que a raíz del fatal accidente aéreo en el cual perdieron la vida nuestros padres, fuéramos a vivir con nadie. Unos abuelos eran muy mayores. Los otros estaban muy achacosos. Los tíos tenían bastante con sus propios problemas. Y consideró nosotros debíamos resolver los nuestros. Pero lógicamente estuvimos siempre en permanente contacto con nuestros tíos y abuelos, tanto paternos como maternos. Quedándonos con él, no heríamos susceptibilidades y manteníamos la unión de la familia. José Grabriel nos obligó a seguir los mismos principios y ejemplos de nuestros ancestros. Preocupándose por nuestro desempeño personal, nuestros problemas, y por sobre todo la educación. Diría que hasta se olvido de vivir su propia vida por vivir la de cada uno de nosotros.
- ¿Y por qué crees haberlo estropeado todo?.-
- Porque cuando me enamoré a los dieciséis años José Gabriel se opuso férreamente por considerarme aún una niña. Y meses después cuando le manifesté que me casaría, siendo mi decisión irrevocable, me dió su consentimiento pero negándome su afecto por considerar estaba traicionándolo. ¡Y nunca me perdonó lo que siempre consideró de mi parte, ligereza de juventud!-
- Y ahora: ¿Estas arrepentida?-.
- ¿Arrepentida? No. No. De ninguna manera. El amor no entiende de razones. Para mi fue muy difícil tomar una decisión tan trascendente como fue la de casarme tan joven, siguiendo los pasos del hombre que amaba sin el consentimiento de mi hermano mayor. Pero es Ley de Vida, Ignacio Enrique. Llegado el momento la cría debe abandonar el nido. La crisálida transformarse en mariposa y el capullo reventar en flor. Si no. Dime: ¿De qué otra forma podría esparcir su aroma?-.
- Pero Isabel. ¿Soy acaso indiscreto si te pregunto si eres feliz?.-
- No. En modo alguno. Pero es que yo no concibo la felicidad de la misma forma en que la percibes tú. Para mí la felicidad, como algo permanente y constante, no existe. Tan solo se dan lampos de felicidad que debes vivir al máximo. Que producen el mismo efecto que el licor. Te embriaga al principio pero luego puede darte un tremendo ratón. ¿Sinembargo lo vivistes, verdad? ¿Fueron momentos verdaderamente tuyos? ¡Entonces eso es lo que verdaderamente cuenta!. Esos recuerdos hacen presente la ausencia y te recompensan en parte lo perdido. Lo que bien amas permanece inmutable en el tiempo, ¡No muere jamás!.-
Lamentando interrumpirla tímidamente me atreví a insinuar:
- Te refieres a Ernesto, ¿tu esposo?
- A él me refería. Si. Fue maravilloso durante los primeros siete años de nuestro matrimonio. Antes de que comenzaran a aparecer los primeros síntomas de la esclerosis y terminara afectando seriamente su cerebro y médula espinal. A raíz de ésta, Ernesto decidió no estar nunca más expuesto a la compañía de otras personas. Yo no comparto
su forma de pensar pero la respeto. – Dijo, no sin cierto aire de nostalgia.-
- ¿Alguna vez te sientes sola?.-
- No. Nunca. Al contrario todas las personas que moran aquí en Cayey, en tierras contiguas a mi “Paraíso” suelen ser inmensamente ricas interiormente. Como lo son muchas de las personas que acuden a mi. Solo que aún no lo saben. Yo me limito a enseñarles a observar la naturaleza y la soledad hace el resto. No hay nada como escuchar nuestro propio interior. Y ello requiere precisamente de soledad. Solo en ella aprendes a ser tu mismo. Un ser contemplativo y analítico, mejor capacitado para enfrentar el mundo, esa sociedad que ruge afuera.
Las ultimas palabras de ella fueron seguidas por la entrada de Simón, el fiel sirviente de la casa de los abuelos paternos, quien junto con su mujer, la ex–nana de toda la vida de Isabel, se fueron a vivir con ellos desde que se comenzó la construcción de el “Paraíso”.
- El almuerzo esta listo pueden pasar.- Anunció Simón.
El menú era muy heterogéneo. Consistía en ensalada de queso feta de cabra, tomates pelados, radiquio, vinagreta de parchita, almendras lajadas y miel. Como segundo plato, fetuccine al azafrán con langostinos. Moras del jardín, yogurt, jugo de naranja y pan recién hecho en casa.
Lo último que recuerdo es que el tiempo se pasó volando. Hablamos como dos personas que siempre suelen hacerlo. Y sin darnos cuenta fue atardeciendo. Cuando miré atónito sin poder creer la hora que marcaba mi reloj, ella me sonrió diciéndome:
- Apurémonos. ¡No quiero que te pierdas la puesta del sol!-
Tarde ya regresé a mi habitación. Me asomé al balcón y observé en lontananza la tranquilidad solapada del Atlántico y allende el Mar Caribe de donde provenía ella. Donde comenzaron sus verdaderas raíces. Hoy extendida hasta morir en Cayey y alejadas de mí. Tanto como ese mar del que me habló. Poco a poco comencé a recordar todo cuanto había hablado durante el día con Isabel. Me tendí exhausto sobre la cama. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño y cuando me hallaba semidormido fui bruscamente despertado por un grito estremecedor que parecía provenir de lejos. Preocupado corrí hacia la puerta. Sin embargo, como nada más parecía perturbar el paso normal de las horas, me olvidé del asunto. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño.
Me levante muy temprano y luego de vestirme decidí caminar por los alrededores de la propiedad. De modo que me encaminé hacia el jardín encontrándome a Simón a quien pregunte por Isabel.
- La Señora se halla en el invernadero. Siga siempre derecho y apenas divise a lo lejos una pequeña cabañita, tome siempre a la izquierda. Enseguida lo verá.-
Efectivamente Isabel se encontraba en él. Jardinera en mano transplantando unas macetas.
- ¡Hola, Isabel! Sin duda alguna eres polifacética. Ignoraba que también eras una especialista en el área de la hibridación.-
- ¡Qué tal Ignacio! No soy realmente una especialista. Pero si he de confesarte que se siente una gran satisfacción cada vez que se dedica una al cultivo de una planta y ve recompensado el esfuerzo en sus flororaciones. En eso consiste el verdadero arte. En hacerlas crecer y florecer. Cada día que transcurre es un nuevo día para la reflexión, para meditar. Es otro regalo de Dios. Otra posibilidad de ser mejor de lo que somos. La naturaleza cada amanecer nos concede una nueva enseñanza, una nueva lección de vida. Mañana nos levantaremos muy temprano y te enseñare, siempre que me lo permitas a mirar las cosas a través de mi óptica. No a verlas. La acción de ver, sin querer ser peyorativa, la puede realizar cualquiera. Pero el mirar es otra cosa. Ya que obliga a ser más analítico.-
A medida que hablaba de vez en cuando fruncía sus labios carnosos y sensuales en infantil mohín que me recordaban los de mi padre. A tiempo que continuaba diciendo:
- Desarrollamos la inteligencia y la sensibilidad, adquirimos aptitudes de observación y reflexión las cuales te serán de gran utilidad durante toda la vida. Pero escucha: está cantando ahora una chicharra posada sobre la Acacia. Ese pequeño ser tan desprestigiado debido a la fábula de Esopo. Tenida como perezosa, ahora canta de alegría y me anuncia las lluvias de mayo. ¡Benditas sean las lluvias!-.
- ¡Isabel, es fantástico. Para ti todo los seres que poblan tu universo te hablan como lo harían si tuvieran alma!.-
De pronto curiosamente mis ojos tropezaron con un dije que pendía de su cuello en forma de corazón. Un corazón que podía ser perfectamente partido en dos. Me pareció muy particular y le pregunté sobre el origen del mismo.
- Para mi tiene gran importancia porque lo he tenido siempre conmigo. Tiene que ver con una historia romántica que me contaron de pequeña sobre un árbol que se la pasaba siempre triste y lloroso por no hallar su compañera. De ahí precisamente su nombre de sauce llorón. Es el árbol que se encuentra antes de llegar a la cabaña. Es fácil reconocerlo por la forma en que contradictoriamente se inclinan sus ramas hacia la tierra semejando lágrimas. Es un árbol verdaderamente hermoso por lo misterioso y extraño. Tal vez por eso sea mi árbol preferido. Y aun cuando se trate solo de una historia, a mi me gustaría como en el relato, que mis cenizas fueran esparcidas al pie de este. En fin. Creo que es hora de regresar.
- Se fue y me dejó solo con mis pensamientos. A la mañana siguiente muy temprano tocaron a mi puerta. Al abrir me encontré con la sonriente cara de Simón quien me dijo:
- La señora le manda a decir, que por favor la acompañe al pueblo. Si usted lo desea partiremos en media hora y desayunaremos comida típica. Sé que le va a gustar. Voy a buscar el carro.-
- Dígale que encantado. En cinco minutos estaré ahí.-
Y media hora después partimos hacia el pintoresco pueblito de Cayey. Isabel estaba esa mañana de lo más locuáz y lucía verdaderamente encantadora enfundada en aquellos pantalones malva y blusa beige con flores rosadas. Mientras que gruesos lentes ocultaban sus ojos. Al llegar frente a un pequeño puesto de comida que exhibía mesas al aire libre, nos sentamos y dispusimos a desayunar:
- Ignacio, voy a pedir un poco de todo cuanto aquí sirven para que conozcas algunos de nuestros platos típicos. Tales como el patacón, alcapurrias, empanadas de chapín, etc. y para beber, nada más refrescante que papelón con piña, terminando con un delicioso coquito.-
- Me parece perfecto. Yo mientras tanto voy en busca de cigarrillos. ¿Dónde puedo conseguirlos?-
- ¡Justo al frente! En aquella tiendita.-
- ¡Maravilloso! Voy y regreso, Isabel.- Y dando unas cuantas zancadas crucé la calle que a esa hora del día lucía, en comparación con el resto del pueblito, alegre y bulliciosa. Compré los cigarrillos y regresé junto a Isabel que me esperaba frente a una variedad increible de pequeños platillos. Luego de desayunar fuimos de compras. Yo terminé, a instancias de Isabel, comprándome una guayabera de lino y un sombrero de paja. Y a ella le obsequié otro color fucsia que le sentaba de maravilla junto con un traje muy ligero de algodón estampado con flores del mismo color y fondo azul que me trasportaron a la Polinesia. Sin lugar a dudas fue un día encantador. Y ya a punto de regresar, decidimos detenernos unos minutos en "El Mirador" para contemplar desde su atalaya la vista que ofrecía la ciudad a la curiosidad de sus visitantes.
- ¡Ahora entiendo Isabel por qué no deseas salir de aquí! Verdaderamente esto es maravilloso. Lejos del bullicio y del estrés propio de las grandes ciudades. Sé lo que piensas sobre la felicidad. Pero. ¿Y sobre la libertad? ¿Acaso tu no tienes derecho a ser feliz?
- Si. Puede ser. Pero no a ese precio. No pienso abandonar a Ernesto a su suerte. Sobre todo ahora que se haya materialmente impedido y solo desea morirse. ¡Sería algo realmente cruel.-
- Entonces ¿Es amor o lástima, Isabel?-
- ¡Son ambas cosas!-
- ¿Y el grito que escuché antenoche? ¿De dónde provenía? ¿Era acaso él?-
- Si. Algunas veces suele gritar. Es la única manera que tiene de hacer catarsis.-
- ¿Y tú? ¿Cuándo gritas tú, Isabel? ¿Es qué no piensas ni remotamente en la posibilidad de enamorarte nuevamente algún día?-
- Eso es algo que me está prohibido y me lo merezco, Ignacio. Pero prefiero no seguir hablando de ello. Perdóname, por favor.-
- Como desees. A propósito. Quiero decirte que he decidido adelantar mi viaje a Boston. Mañana iré al centro con Simón, si me lo permites, para reconfirmar el vuelo.-
- ¿Cómo? Si apenas tienes catorce días entre nosotros.-
- Pero creo que ya es hora de marcharme. Y ahora soy, yo el que por favor, te pide que regresemos Isabel.-
Esa noche por más vueltas que di en la cama no pude conciliar el sueño. Sentí rabia, impotencia y celos. Sentía mi cabeza a punto de explotar. Sabía que ella debía estar en la cabaña junto a él. No pude más y decidí salir en su búsqueda. Sabía que no estaba en la casa porque la luz de su cuarto no estaba encendida. Con pasos ligeros me dirigí hacia la cabaña. Y ya cerca de ella me quedé a expiar detrás de un árbol. Fue entonces cuando la escuché sollozar a tiempo que le decía a él: ¡Por favor, Ernesto! Es necesario que pongas de tu parte. Por supuesto que te quiero. ¿Acaso no me tienes contigo? ¿El estar aquí no es prueba suficiente de que te amo?.- Por toda respuesta lo único que se escuchó fue un espeluznante grito que parecía más haber salido de la garganta de una bestia que la de un hombre. Entonces la puerta se abrió bruscamente y en la penumbra de la noche divisé la figura de Isabel que corría sin parar. Sin pensarlo dos veces fui tras ella quien creyendo ser perseguida por una aparición, huía como loca.
- ¡Isabel! ¡Detente, Isabel! le grité. Soy yo, José Gabriel. No temas.-
- ¡José Gabriel! ¡José Gabriel!, exclamó. ¡Perdóname! Pero no deseo causar más sufrimiento. No puedo decirte que no te vayas. Tampoco que te quedes para siempre. ¡Pero te amo! ¡Por Dios que te amo!- Y dicho esto se arrojó en los brazos que yo le extendía con ánimo de aprisionarla. Ella parecía toda una asustadiza gacela. Y yo por primera vez lucía como un inexperto cazador. Pero esa noche juro que la amé como a ninguna otra mujer. Y ella me amó como si yo fuera su primer hombre. Siendo entonces cuando Isabel se quitó el dije que llevaba al cuello en forma de corazón y partiéndolo en dos, me dio la mitad, diciéndome:
- ¡Creí que este día no llegaría nunca a mi vida! Y soy feliz porque al menos ahora sé lo que es el amor. Pero olvídame si verdaderamente me quieres y recuerda tan sólo este instante que es lo único que nos pertenece.-
Yo me quedé sin hablar mientras Isabel se perdía en la inmensidad de la noche.
Habían transcurrido exactamente cinco años desde aquella última vez que la había visto. Así como terminado mi doctorado satisfactoriamente. Y me disponía a regresar a Caracas, cuando recibí correspondencia de mi padre en donde me anunciaba la infausta noticia de la muerte de Isabel. Durante más de dos horas permanecí en estado de shock hasta que finalmente, tan pronto como pude decidí llegarme hasta Cayey. El deceso de Isabel había ocurrido hacía ya tres días. Y se había hecho difícil localizarme por no encontrarme durante esos días en la ciudad. Sinembargo, yo tenía el presentimiento de que algo estaba sucediendo. Isabel nunca contestó mis cartas. Pero abrigué siempre la idea de que ella recapacitaría. Y ahora, derrepente, esta noticia acababa con mis esperanzas. No podía creerlo. Esto no podía sucederme a mí que tanto la quería.
Serían las nueve de la mañana cuando llegué a Cayey y Simón emocionado al reconocerme, me dijo:
- ¡Gracias a Dios que vino Señor! La niña me dijo siempre que usted volvería. Pero vaya. No pierda tiempo porque alguien espera por usted debajo del sauce. ¿Usted sabe cual es, verdad?-
- ¡Por supuesto Simón: el sauce llorón! ¿Pero me dices que allá está ella?-
- ¡Como lo escuchó señor!-
- Loco de alegría eché a correr. Lo sabía. Sabía que ella no estaba muerta. Que no podía haberse ido sin mí. Que todo aquello no había sido más que una broma para hacerme regresar. Para pedirme perdón por su constante negativa a aceptarme. Finalmente a punto de llegar, corrí hacia el sauce. Y efectivamente había alguien debajo de sus ramas las cuales me ocultaban el rostro. Por ello me apresuré feliz al encuentro de la mujer que amaba y que finalmente iba a ver. Mas al llegar al lugar, Isabel no estaba. En su lugar había una hermosa niña de grandes ojos que me miraba estupefacta a tiempo que exclamaba:
- ¡Llegastes! ¡Qué bueno que llegastes! ¿Tú eres mi papi, verdad?-
Asombrado exclamé:
- Yo soy Ignacio Enrique. ¿Y tú cómo te llamas?-
- Como mi abuelo José Gabriel: María Gabriela.-
- Si. Si. Pero quiero decir: ¿Quién eres?-
Súbitamente, al acercármele, observé que de su cuello pendía un dije con la mitad del corazón que Isabel me había dado aquella noche. En ese momento sentí angustia y felicidad al mismo tiempo mientras la imagen de María Gabriela lucía empañada por mis lágrimas.
- Soy tu hija papi, ¿No me reconoces? Mamá me dijo que tu vendrías algún día a buscarme. Que te esperara todas las tardes bajo este árbol. Que te dijera que ella está aquí con nosotros.- Y terminando de decirme esto, se colgó de mi cuello diciéndome: -¡Te quiero papi! ¡Eres igualito como mi mamá me decía!.-
- Si. Yo soy tu papi, María Gabriela. Y también te quiero mucho. He venido para quedarme para siempre contigo y me siento muy feliz.- le dije, a tiempo que la cubría de besos.
- ¿Y entonces por qué lloras?-
- Por nada. Es por culpa de este sauce llorón.-
Si he de ser sincero tengo que confesar, por mucho que lo hubiera pensado, jamás imaginé que ese veintitrés de noviembre llegaría a ser un día crucial el resto de mi vida. Todo acaeció cuando esa fecha, justo un mes después de recibirme de médico cirujano y luego de las tradicionales celebraciones familiares, recibí una carta de Isabel Clemencia, mi tía paterna, casada, la cual recuerdo residía en Puerto Rico, excusándose por no haber podido asistir a mi graduación. Solicitándome al mismo tiempo que antes de viajar a la ciudad de Boston, en U.S.A donde pensaba realizar una especialización en cardiología, pasara por su casa en Cayey, distante tan solo a cuarenta y cinco minutos de la ciudad de San Juan, capital de la hermosa isla, pernoctando en ella al menos quince días. Cuando comuniqué a mi progenitor sobre la invitación recibida, sus ojos de por si pequeños amenazaron por un instante con desaparecer bajo sus cansados párpados. Y cuando me abrazó con todo ese amor que solo un padre amantísimo es capaz de trasmitir, diciéndome:
-Dale un gran beso de mi parte. ¡Pero solo uno!.- yo le correspondí con un efusivo beso en la mejilla que creí sentir humedecida.
SEGUNDA PARTE
Una semana después me encontraba en la exuberante isla lleno de incertidumbres. Mi padre no me había dado mayores detalles sobre Isabel. Ni tampoco yo me atreví a preguntarle. Lo único que recordaba, es que era la tercera y única hembra de los cuatro hermanos que integraban la familia Contreras Falcón, de los cuales él era el mayor. Siendo muy joven, apenas de dieciséis años se había casado con un ingeniero cubano de forma verdaderamente insólita y romántica. Mi progenitor, quien era un hombre tradicional y sumamente apegado a la familia, gustaba siempre hablarnos tanto de su infancia como de sus hermanos. Pero cuando se refería a Isabel Clemencia, sus ojos siempre se humedecían, manifestándonos de seguida odiaba la distancia por que convertía en extraños la familia. Supe tiempo después, que entre ellos había siempre existido una estrecha relación y afinidad. Ahora convertida en gratos recuerdos y nada más.
Pensando conocer mejor esta hermosa isla, decidí no avisar a Isabel de mi llegada, sino al menos cinco días después de mi pernocta. Luego de rentar un automóvil y visitar San Juan, la mayor ciudad de la isla, recordando gratamente tanto el calor de su gente como su música, me dirigí a las ciudades de Ponce y Mayaguéz, para finalmente tal y como lo había previsto, disponerme a visitar dos días después, la casa de campo llamada "Paraíso" habitada por Isabel en el pueblo de Cayey. Ubicado en la parte centroriental de la isla, tomado por montañas originalmente erosionadas. Ahora cubiertas de bosque tropical y zonas todavía rocosas. La cual podía observar durante mi ascenso a la colina en medio de una serpenteante ruta de perfumados caminos, admirando la exuberante vegetación a medidas que iba ascendiendo. A tiempo que una cortina de niebla y frío se hacía cada vez más presente. Escuchándose el incesante croar de las "coquís", las cuales suelen siempre darnos la bienvenida haciendo las delicias de los visitantes y contribuyendo a acentuar el encantó irresistiblemente bucólico de esta verdadera isla del Edén.
Raudo como si persiguiera el viento, se deslizaba el vehículo sin tropiezos por la carretera que se abría a mi paso surcada a los lados por hileras de silenciosos y alados pinos. Algunas veces solía asomar la cabeza por la ventanilla del automóvil dejando que el viento acariciara mi pelo. Otras, aspiraba con verdadero deleite un fuerte olor sumamente agradable, salvaje y selvático, mezcla de mastranto y cilantrillo que me reconfortaba y hacía reconciliarme conmigo mismo. Con todo lo que era y todo cuanto había sido, causándome verdadero placer.
TERCERA PARTE
Al cabo de cierto tiempo, una hora para ser exacto, divisé a lo lejos lo que debería ser y efectivamente era el "Paraíso". Siendo sustituido para ese entonces el camino, por una estrecha vereda privada, en la cual las blancas margaritas, el violáceo de las hortensias y las amarillas flor de día, diseminadas por todas partes, parecían darme la más calurosa bienvenida, mostrando coquetamente la variedad de su coloratura. Y en cuanto me adentré con el automóvil por un espacioso jardín que parecía arropar celosamente la regia casona, en dirección al garaje, una inmensa sonrisa salió a mi encuentro dándome la más maravillosa acogida de la cual tenga recuerdo. Apresuradamente, adelantándome, salí al encuentro de la tía Isabel Clemencia con ambas manos extendidas para recibirla y estrecharla contra mi pecho, pues más que una mujer, se asemejaba a una aparición, a la "Quinta Sinfonía" de Beethoven, al esplendoroso arco iris que aquella mañana lucía más luminoso que nunca. Más, en ese mágico momento el tiempo se detuvo con tal fuerza, que mi corazón amenazó con detenerse. Fué un instante fugaz en el cual a mis sentidos y alborozado espíritu le fué permitido contemplar tal hermosura de mujer. No se trataba precisamente de que me hallara en presencia de una bellísima fémina, la cual era, sin duda. Sino, de algo intangible, casi etéreo que percibía en el ambiente y el cual me había acompañado durante todo el viaje. Y por sobre todo ahora, al contemplarla a ella. Cuando la química, la empatía, el agrado y sorpresa de ambos, impregnaba el ambiente.
Mirándola a hurtadillas y aparentando no hacerlo ante el temor de ser sorprendido por ella, observé que vestía con gran sencillez no exenta de elegancia. Sus cabellos, rubios y lacios sin afectación alguna, apenas recogidos y atados en perfecto desorden con una cinta escarlata, dejaban descubiertas tanto su sensual nuca como su amplia y despejada frente. La figura estilizada y de finos ademanes denotaban su cultivada educación. Siendo su hablar tranquilo y pausado, lo que logro sacarme de mi anodada abstracción.
PRIMERA ESCENA:
- ¡Bienvenido a casa, Ignacio Enrique. ! Qué alegría ¡No sabes cuanto placer me produce hayas aceptado mi invitación. Quisiera te sientas totalmente a gusto y en completa libertad para hacer cuanto te apetezca. Deseo me comentes acerca de tus futuros planes. De mi queridísimo hermano José Gabriel. Así como del resto de la familia.
- ¡Gracias, gracias… querida tía, por este recibimiento tan inesperado!. Papá siempre te recuerda y me rogó encarecidamente te diera en su nombre y en el de todos, un beso ¡Solo uno!.- Acoté picaramente, mientras me acercaba y estampaba en su mejilla lo ofrecido. A tiempo que aspiraba al acercársemele la fragancia con olor a madreselva que exudaba de su cuerpo. Acto seguido, ella tomándome familiarmente del brazo, me dijo:
- ¡Ven! te mostrare tu habitación. Antes podrás, si así lo deseas, darte una ducha que te reconforte de la pesadez del viaje. Pero ¿Cómo estamos de hambre?-
- ¡Me confieso totalmente famélico!- respondí
- Entonces no hay más nada que decir. Almorzaremos a las doce. Confió lo que he preparado para ti, te guste.-
Y nuevamente el desconcierto y la sorpresa se apoderaron de mi, contestando apresuradamente, cuando indicándome la escalera de madera que conducía supuestamente a mi aposento, me dijo:
- Subamos entonces Ignacio. Tu cuarto es el segundo de la izquierda. ¡Hasta pronto! Nos veremos en una hora.- .Y sin darme tiempo a pensar se alejo de mi.
Sobrada razón tenia Isabel cuando me sugirió tomara una ducha previamente. El agua que sentía correr por mi cuerpo me reconfortó de tal manera que creí por un momento ser dueño de muchas cosas. Entre ellas la deferencia de ella. Me vestí con ropa casual. Camisa de lino beige y pantalón caqui y salí al encuentro de mi gentil anfitriona. A quien encontré en la pequeña y acogedora sala. Recostada en cómodo diván, tipo sheslon, escuchando abstraídamente la música que provenía del equipo de sonido instalado sobre la chimenea de piedra. Ahora encendida y de la cual saltaban chispas que le concedían un encanto irresistible a ese vivido momento, tan verdaderamente hermoso, que cerré los ojos fuertemente tratando de aprehenderlo en mi memoria para siempre. A su lado, un libro empastado con la historia y biografía de Mozart. Mas allá, otro diván sumamente original. Elaborado de hierro forjado con dibujos de extraños arabescos. Una mesita central con disímiles objetos perfectamente armónicos. Todo en medio de un estilo ecléptico tan peculiar como su dueña.
Al percatarse de mi llegada, Isabel con el atizador intensificó el fuego y las chispas se multiplicaron. Yo sentía calor. Pero afuera había niebla y frió. Una música indiscutiblemente mozartiana parecía invadir la totalidad del ambiente y absorber nuestros pensamientos. Tratando de romper el silencio me aproximé a la mesita auxiliar que se hallaba a mi izquierda, sobre la cual reposaban dos copas y una botella recién descorchada de Chardonnay.
- ¿Puedo?-. Inquirí a tiempo que tomaba ambas copas en la mano.
- ¡Claro!. Las copas son nuestra y el vino lo descorché para ti. ¿Te agrada el sabor?-
- ¡Por supuesto! Es un tinto excelente. Suave y bien equilibrado. Pero ten cuidado. Justamente por ser afrutado y lleno de vida invita a caer en el exceso.-
- Lo se. Lo conozco bien y por eso es uno de mis favoritos. Se da en el alto Adigio, alrededor del valle que rodea la ciudad de Bolzano. Región verdaderamente vigorosa y como toda Italia, interesante. ¡Brindemos!.-
Alzando mi copa la estreché contra la de ella a tiempo que exclamé:
- ¡Salud, Isabel Clemencia!. Brindo por este reencuentro. Si se puede llamar así. ¡Por el inmenso placer de haberte encontrado nuevamente!.-
- Lo mismo digo.- e inquiriendo seguidamente.
- ¿Te gusta esa música o prefieres otra?.- para luego continuar en tono de broma - ¿Acaso Brahms? ¿El romántico de Wagner o la melancólica tristeza de Chopin?.-
- Ni el uno ni los otros. Sea el elegido Chaikovsky. ¿Tienes algo de él?
Ella no respondió. Tan solo se dirigió hacia el alabastrino piano de cola que se hallaba a la izquierda de la chimenea. Retiró con sumo cuidado la pequeña banqueta frente a este y se sentó. Por breves instantes sus delicadas manos acariciaron el teclado con verdadera devoción. Para luego correr cual asustadas palomas, arrancándole las sentidas notas del “Concierto Número Uno”, para violín y piano del maestro ruso. En donde la melancolía y ensoñación dieron fé, tanto del estado anímico del compositor por aquella época, como ahora de la intérprete. Yo estaba realmente admirado.
- ¡Bravo Isabel! ¡Qué sorpresa. Nunca hubiera pensado que tocaras tan bien ¡ ¿Dónde aprendistes?, dije.-
- Comencé a interpretar desde los seis años hasta el día en que me casé. Aquí no he tenido muchas oportunidades de continuar. Sobretodo por que nos hemos alejado un poco del bullicio de la ciudad desde la enfermedad de Ernesto. Pero practico siempre que puedo. Mi hermano pensó que sería una gran concertista. Pero lo arruiné todo.-
- ¿Cómo así? ¿Eso crees?
- No. Lo digo en el sentido de que defraudé a José Grabriel. Quien tan solo con veinte años de edad se hizo cargo de todos nosotros. Interrumpiendo su carrera de ingeniería cuando estaba a apunto de culminarla y la cual posteriormente terminó, para ocuparse de la empresa de la familia. Manteniéndonos unidos, oponiéndose a la idea de que fuésemos repartidos entre los tíos. -
- ¿ Y por qué no vivir con los abuelos?
-. Todos nos querían. Pero él no quiso que a raíz del fatal accidente aéreo en el cual perdieron la vida nuestros padres, fuéramos a vivir con nadie. Unos abuelos eran muy mayores. Los otros estaban muy achacosos. Los tíos tenían bastante con sus propios problemas. Y consideró nosotros debíamos resolver los nuestros. Pero lógicamente estuvimos siempre en permanente contacto con nuestros tíos y abuelos, tanto paternos como maternos. Quedándonos con él, no heríamos susceptibilidades y manteníamos la unión de la familia. José Grabriel nos obligó a seguir los mismos principios y ejemplos de nuestros ancestros. Preocupándose por nuestro desempeño personal, nuestros problemas, y por sobre todo la educación. Diría que hasta se olvido de vivir su propia vida por vivir la de cada uno de nosotros.
- ¿Y por qué crees haberlo estropeado todo?.-
- Porque cuando me enamoré a los dieciséis años José Gabriel se opuso férreamente por considerarme aún una niña. Y meses después cuando le manifesté que me casaría, siendo mi decisión irrevocable, me dió su consentimiento pero negándome su afecto por considerar estaba traicionándolo. ¡Y nunca me perdonó lo que siempre consideró de mi parte, ligereza de juventud!-
- Y ahora: ¿Estas arrepentida?-.
- ¿Arrepentida? No. No. De ninguna manera. El amor no entiende de razones. Para mi fue muy difícil tomar una decisión tan trascendente como fue la de casarme tan joven, siguiendo los pasos del hombre que amaba sin el consentimiento de mi hermano mayor. Pero es Ley de Vida, Ignacio Enrique. Llegado el momento la cría debe abandonar el nido. La crisálida transformarse en mariposa y el capullo reventar en flor. Si no. Dime: ¿De qué otra forma podría esparcir su aroma?-.
- Pero Isabel. ¿Soy acaso indiscreto si te pregunto si eres feliz?.-
- No. En modo alguno. Pero es que yo no concibo la felicidad de la misma forma en que la percibes tú. Para mí la felicidad, como algo permanente y constante, no existe. Tan solo se dan lampos de felicidad que debes vivir al máximo. Que producen el mismo efecto que el licor. Te embriaga al principio pero luego puede darte un tremendo ratón. ¿Sinembargo lo vivistes, verdad? ¿Fueron momentos verdaderamente tuyos? ¡Entonces eso es lo que verdaderamente cuenta!. Esos recuerdos hacen presente la ausencia y te recompensan en parte lo perdido. Lo que bien amas permanece inmutable en el tiempo, ¡No muere jamás!.-
Lamentando interrumpirla tímidamente me atreví a insinuar:
- Te refieres a Ernesto, ¿tu esposo?
- A él me refería. Si. Fue maravilloso durante los primeros siete años de nuestro matrimonio. Antes de que comenzaran a aparecer los primeros síntomas de la esclerosis y terminara afectando seriamente su cerebro y médula espinal. A raíz de ésta, Ernesto decidió no estar nunca más expuesto a la compañía de otras personas. Yo no comparto
su forma de pensar pero la respeto. – Dijo, no sin cierto aire de nostalgia.-
- ¿Alguna vez te sientes sola?.-
- No. Nunca. Al contrario todas las personas que moran aquí en Cayey, en tierras contiguas a mi “Paraíso” suelen ser inmensamente ricas interiormente. Como lo son muchas de las personas que acuden a mi. Solo que aún no lo saben. Yo me limito a enseñarles a observar la naturaleza y la soledad hace el resto. No hay nada como escuchar nuestro propio interior. Y ello requiere precisamente de soledad. Solo en ella aprendes a ser tu mismo. Un ser contemplativo y analítico, mejor capacitado para enfrentar el mundo, esa sociedad que ruge afuera.
Las ultimas palabras de ella fueron seguidas por la entrada de Simón, el fiel sirviente de la casa de los abuelos paternos, quien junto con su mujer, la ex–nana de toda la vida de Isabel, se fueron a vivir con ellos desde que se comenzó la construcción de el “Paraíso”.
- El almuerzo esta listo pueden pasar.- Anunció Simón.
El menú era muy heterogéneo. Consistía en ensalada de queso feta de cabra, tomates pelados, radiquio, vinagreta de parchita, almendras lajadas y miel. Como segundo plato, fetuccine al azafrán con langostinos. Moras del jardín, yogurt, jugo de naranja y pan recién hecho en casa.
Lo último que recuerdo es que el tiempo se pasó volando. Hablamos como dos personas que siempre suelen hacerlo. Y sin darnos cuenta fue atardeciendo. Cuando miré atónito sin poder creer la hora que marcaba mi reloj, ella me sonrió diciéndome:
- Apurémonos. ¡No quiero que te pierdas la puesta del sol!-
Tarde ya regresé a mi habitación. Me asomé al balcón y observé en lontananza la tranquilidad solapada del Atlántico y allende el Mar Caribe de donde provenía ella. Donde comenzaron sus verdaderas raíces. Hoy extendida hasta morir en Cayey y alejadas de mí. Tanto como ese mar del que me habló. Poco a poco comencé a recordar todo cuanto había hablado durante el día con Isabel. Me tendí exhausto sobre la cama. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño y cuando me hallaba semidormido fui bruscamente despertado por un grito estremecedor que parecía provenir de lejos. Preocupado corrí hacia la puerta. Sin embargo, como nada más parecía perturbar el paso normal de las horas, me olvidé del asunto. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño.
Me levante muy temprano y luego de vestirme decidí caminar por los alrededores de la propiedad. De modo que me encaminé hacia el jardín encontrándome a Simón a quien pregunte por Isabel.
- La Señora se halla en el invernadero. Siga siempre derecho y apenas divise a lo lejos una pequeña cabañita, tome siempre a la izquierda. Enseguida lo verá.-
Efectivamente Isabel se encontraba en él. Jardinera en mano transplantando unas macetas.
- ¡Hola, Isabel! Sin duda alguna eres polifacética. Ignoraba que también eras una especialista en el área de la hibridación.-
- ¡Qué tal Ignacio! No soy realmente una especialista. Pero si he de confesarte que se siente una gran satisfacción cada vez que se dedica una al cultivo de una planta y ve recompensado el esfuerzo en sus flororaciones. En eso consiste el verdadero arte. En hacerlas crecer y florecer. Cada día que transcurre es un nuevo día para la reflexión, para meditar. Es otro regalo de Dios. Otra posibilidad de ser mejor de lo que somos. La naturaleza cada amanecer nos concede una nueva enseñanza, una nueva lección de vida. Mañana nos levantaremos muy temprano y te enseñare, siempre que me lo permitas a mirar las cosas a través de mi óptica. No a verlas. La acción de ver, sin querer ser peyorativa, la puede realizar cualquiera. Pero el mirar es otra cosa. Ya que obliga a ser más analítico.-
A medida que hablaba de vez en cuando fruncía sus labios carnosos y sensuales en infantil mohín que me recordaban los de mi padre. A tiempo que continuaba diciendo:
- Desarrollamos la inteligencia y la sensibilidad, adquirimos aptitudes de observación y reflexión las cuales te serán de gran utilidad durante toda la vida. Pero escucha: está cantando ahora una chicharra posada sobre la Acacia. Ese pequeño ser tan desprestigiado debido a la fábula de Esopo. Tenida como perezosa, ahora canta de alegría y me anuncia las lluvias de mayo. ¡Benditas sean las lluvias!-.
- ¡Isabel, es fantástico. Para ti todo los seres que poblan tu universo te hablan como lo harían si tuvieran alma!.-
De pronto curiosamente mis ojos tropezaron con un dije que pendía de su cuello en forma de corazón. Un corazón que podía ser perfectamente partido en dos. Me pareció muy particular y le pregunté sobre el origen del mismo.
- Para mi tiene gran importancia porque lo he tenido siempre conmigo. Tiene que ver con una historia romántica que me contaron de pequeña sobre un árbol que se la pasaba siempre triste y lloroso por no hallar su compañera. De ahí precisamente su nombre de sauce llorón. Es el árbol que se encuentra antes de llegar a la cabaña. Es fácil reconocerlo por la forma en que contradictoriamente se inclinan sus ramas hacia la tierra semejando lágrimas. Es un árbol verdaderamente hermoso por lo misterioso y extraño. Tal vez por eso sea mi árbol preferido. Y aun cuando se trate solo de una historia, a mi me gustaría como en el relato, que mis cenizas fueran esparcidas al pie de este. En fin. Creo que es hora de regresar.
- Se fue y me dejó solo con mis pensamientos. A la mañana siguiente muy temprano tocaron a mi puerta. Al abrir me encontré con la sonriente cara de Simón quien me dijo:
- La señora le manda a decir, que por favor la acompañe al pueblo. Si usted lo desea partiremos en media hora y desayunaremos comida típica. Sé que le va a gustar. Voy a buscar el carro.-
- Dígale que encantado. En cinco minutos estaré ahí.-
Y media hora después partimos hacia el pintoresco pueblito de Cayey. Isabel estaba esa mañana de lo más locuáz y lucía verdaderamente encantadora enfundada en aquellos pantalones malva y blusa beige con flores rosadas. Mientras que gruesos lentes ocultaban sus ojos. Al llegar frente a un pequeño puesto de comida que exhibía mesas al aire libre, nos sentamos y dispusimos a desayunar:
- Ignacio, voy a pedir un poco de todo cuanto aquí sirven para que conozcas algunos de nuestros platos típicos. Tales como el patacón, alcapurrias, empanadas de chapín, etc. y para beber, nada más refrescante que papelón con piña, terminando con un delicioso coquito.-
- Me parece perfecto. Yo mientras tanto voy en busca de cigarrillos. ¿Dónde puedo conseguirlos?-
- ¡Justo al frente! En aquella tiendita.-
- ¡Maravilloso! Voy y regreso, Isabel.- Y dando unas cuantas zancadas crucé la calle que a esa hora del día lucía, en comparación con el resto del pueblito, alegre y bulliciosa. Compré los cigarrillos y regresé junto a Isabel que me esperaba frente a una variedad increible de pequeños platillos. Luego de desayunar fuimos de compras. Yo terminé, a instancias de Isabel, comprándome una guayabera de lino y un sombrero de paja. Y a ella le obsequié otro color fucsia que le sentaba de maravilla junto con un traje muy ligero de algodón estampado con flores del mismo color y fondo azul que me trasportaron a la Polinesia. Sin lugar a dudas fue un día encantador. Y ya a punto de regresar, decidimos detenernos unos minutos en "El Mirador" para contemplar desde su atalaya la vista que ofrecía la ciudad a la curiosidad de sus visitantes.
- ¡Ahora entiendo Isabel por qué no deseas salir de aquí! Verdaderamente esto es maravilloso. Lejos del bullicio y del estrés propio de las grandes ciudades. Sé lo que piensas sobre la felicidad. Pero. ¿Y sobre la libertad? ¿Acaso tu no tienes derecho a ser feliz?
- Si. Puede ser. Pero no a ese precio. No pienso abandonar a Ernesto a su suerte. Sobre todo ahora que se haya materialmente impedido y solo desea morirse. ¡Sería algo realmente cruel.-
- Entonces ¿Es amor o lástima, Isabel?-
- ¡Son ambas cosas!-
- ¿Y el grito que escuché antenoche? ¿De dónde provenía? ¿Era acaso él?-
- Si. Algunas veces suele gritar. Es la única manera que tiene de hacer catarsis.-
- ¿Y tú? ¿Cuándo gritas tú, Isabel? ¿Es qué no piensas ni remotamente en la posibilidad de enamorarte nuevamente algún día?-
- Eso es algo que me está prohibido y me lo merezco, Ignacio. Pero prefiero no seguir hablando de ello. Perdóname, por favor.-
- Como desees. A propósito. Quiero decirte que he decidido adelantar mi viaje a Boston. Mañana iré al centro con Simón, si me lo permites, para reconfirmar el vuelo.-
- ¿Cómo? Si apenas tienes catorce días entre nosotros.-
- Pero creo que ya es hora de marcharme. Y ahora soy, yo el que por favor, te pide que regresemos Isabel.-
Esa noche por más vueltas que di en la cama no pude conciliar el sueño. Sentí rabia, impotencia y celos. Sentía mi cabeza a punto de explotar. Sabía que ella debía estar en la cabaña junto a él. No pude más y decidí salir en su búsqueda. Sabía que no estaba en la casa porque la luz de su cuarto no estaba encendida. Con pasos ligeros me dirigí hacia la cabaña. Y ya cerca de ella me quedé a expiar detrás de un árbol. Fue entonces cuando la escuché sollozar a tiempo que le decía a él: ¡Por favor, Ernesto! Es necesario que pongas de tu parte. Por supuesto que te quiero. ¿Acaso no me tienes contigo? ¿El estar aquí no es prueba suficiente de que te amo?.- Por toda respuesta lo único que se escuchó fue un espeluznante grito que parecía más haber salido de la garganta de una bestia que la de un hombre. Entonces la puerta se abrió bruscamente y en la penumbra de la noche divisé la figura de Isabel que corría sin parar. Sin pensarlo dos veces fui tras ella quien creyendo ser perseguida por una aparición, huía como loca.
- ¡Isabel! ¡Detente, Isabel! le grité. Soy yo, José Gabriel. No temas.-
- ¡José Gabriel! ¡José Gabriel!, exclamó. ¡Perdóname! Pero no deseo causar más sufrimiento. No puedo decirte que no te vayas. Tampoco que te quedes para siempre. ¡Pero te amo! ¡Por Dios que te amo!- Y dicho esto se arrojó en los brazos que yo le extendía con ánimo de aprisionarla. Ella parecía toda una asustadiza gacela. Y yo por primera vez lucía como un inexperto cazador. Pero esa noche juro que la amé como a ninguna otra mujer. Y ella me amó como si yo fuera su primer hombre. Siendo entonces cuando Isabel se quitó el dije que llevaba al cuello en forma de corazón y partiéndolo en dos, me dio la mitad, diciéndome:
- ¡Creí que este día no llegaría nunca a mi vida! Y soy feliz porque al menos ahora sé lo que es el amor. Pero olvídame si verdaderamente me quieres y recuerda tan sólo este instante que es lo único que nos pertenece.-
Yo me quedé sin hablar mientras Isabel se perdía en la inmensidad de la noche.
Habían transcurrido exactamente cinco años desde aquella última vez que la había visto. Así como terminado mi doctorado satisfactoriamente. Y me disponía a regresar a Caracas, cuando recibí correspondencia de mi padre en donde me anunciaba la infausta noticia de la muerte de Isabel. Durante más de dos horas permanecí en estado de shock hasta que finalmente, tan pronto como pude decidí llegarme hasta Cayey. El deceso de Isabel había ocurrido hacía ya tres días. Y se había hecho difícil localizarme por no encontrarme durante esos días en la ciudad. Sinembargo, yo tenía el presentimiento de que algo estaba sucediendo. Isabel nunca contestó mis cartas. Pero abrigué siempre la idea de que ella recapacitaría. Y ahora, derrepente, esta noticia acababa con mis esperanzas. No podía creerlo. Esto no podía sucederme a mí que tanto la quería.
Serían las nueve de la mañana cuando llegué a Cayey y Simón emocionado al reconocerme, me dijo:
- ¡Gracias a Dios que vino Señor! La niña me dijo siempre que usted volvería. Pero vaya. No pierda tiempo porque alguien espera por usted debajo del sauce. ¿Usted sabe cual es, verdad?-
- ¡Por supuesto Simón: el sauce llorón! ¿Pero me dices que allá está ella?-
- ¡Como lo escuchó señor!-
- Loco de alegría eché a correr. Lo sabía. Sabía que ella no estaba muerta. Que no podía haberse ido sin mí. Que todo aquello no había sido más que una broma para hacerme regresar. Para pedirme perdón por su constante negativa a aceptarme. Finalmente a punto de llegar, corrí hacia el sauce. Y efectivamente había alguien debajo de sus ramas las cuales me ocultaban el rostro. Por ello me apresuré feliz al encuentro de la mujer que amaba y que finalmente iba a ver. Mas al llegar al lugar, Isabel no estaba. En su lugar había una hermosa niña de grandes ojos que me miraba estupefacta a tiempo que exclamaba:
- ¡Llegastes! ¡Qué bueno que llegastes! ¿Tú eres mi papi, verdad?-
Asombrado exclamé:
- Yo soy Ignacio Enrique. ¿Y tú cómo te llamas?-
- Como mi abuelo José Gabriel: María Gabriela.-
- Si. Si. Pero quiero decir: ¿Quién eres?-
Súbitamente, al acercármele, observé que de su cuello pendía un dije con la mitad del corazón que Isabel me había dado aquella noche. En ese momento sentí angustia y felicidad al mismo tiempo mientras la imagen de María Gabriela lucía empañada por mis lágrimas.
- Soy tu hija papi, ¿No me reconoces? Mamá me dijo que tu vendrías algún día a buscarme. Que te esperara todas las tardes bajo este árbol. Que te dijera que ella está aquí con nosotros.- Y terminando de decirme esto, se colgó de mi cuello diciéndome: -¡Te quiero papi! ¡Eres igualito como mi mamá me decía!.-
- Si. Yo soy tu papi, María Gabriela. Y también te quiero mucho. He venido para quedarme para siempre contigo y me siento muy feliz.- le dije, a tiempo que la cubría de besos.
- ¿Y entonces por qué lloras?-
- Por nada. Es por culpa de este sauce llorón.-