lunes, septiembre 04, 2006
Relato de María Eugenia
EL VIEJO QUE MIRABA TRISTE
Cuando una misma rutina se repite día tras otro, de lunes a viernes, a veces sábados y domingos, la percepción de las cosas también se vuelve rutinaria. La misma hora de salida, el mismo tren, los mismos trayectos, las mismas distancias, a veces hasta los mismos pensamientos. En los primeros momentos de las rutinas todavía se pueden percibir aquellos hechos que resaltan por no repetirse mecánicamente: alguien que sostiene la mirada en el metro, la asombrosa agilidad de un carterista asegurando su futuro próximo a costa de una incauta turista, o la extraña voz de la mujer de Rumania pidiendo dinero por favor disculpen las molestias para comprar leche y pañales. Siempre leche y pañales, sólo leche y pañales. 15 kilos de sobrepeso alimentados de calcio y algodón. Pero después el acento y el discurso de la señora se repiten casi exactos en al menos 5 señoras más aquejadas de los mismos problemas, la mirada en el metro se desvía de soledad al no encontrar ojos dignos dispuestos a sostener un diálogo silencioso, y hasta la habilidad del carterista se vuelve cosa de rutina. Ya no diaria, pero al menos presenciada con cierta frecuencia. Así el viernes ya es imposible recordar si la lluvia fue el lunes o el martes. El miércoles, tal vez.
La rutina de Eva sigue siendo sencilla: dormir hasta tarde, almorzar en casa, tomar el tren de las dos, media hora de lectura hasta la universidad, tres horas de clases, media hora de forzada socialización con los compañeros de estudios que coinciden en el mismo tren, de repetir las mismas conversaciones triviales –que mala la clase, qué tenemos mañana- intentando apartar la mente del cuento que se está acabando contando los minutos para llegar a casa y poder finalmente conocer el desenlace. Llegar a casa comer televisión y de nuevo dormir hasta tarde al día siguiente.
Al principio notaba los detalles. El paisaje desde el tren, la conversación íntima de las dos amigas del asiento de atrás y hasta la rápidas miradas del chico que en el asiento del frente hace como si estuviera concentrado en la lectura de su revista.
Con los chicos del frente siempre pasa hasta que una se acostumbra. Cuesta para que te toque uno guapo y de tu generación pero cuando al fin sucede siempre te mira. La primera suele ser cuando te sientas frente a él (o él frente a ti si llegó más tarde). Esa es la decisiva. De ahí en adelante puede que no mire más o por el contrario que se pase todo el trayecto acomodándose en el asiento significando cada acomodada una nueva y rápida evaluación. Como si el movimiento escondiera las intenciones. Las primeras veces siempre esperas algún acercamiento. El trayecto se hace más corto, las estaciones ni se sienten, hasta que uno de los dos llega a su estación. Generalmente es él quien se baja primero. Día tras día se repiten las tristes despedidas de un cualquier cosa que no pudo ser pero que estuvo tan cerca. Ya Eva no estaba en los primeros días, había aprendido a no esperar nada. Por eso cuando él se sentó en el asiento del frente y sacó el periódico del maletín mientras sus ojos daban una vuelta de reconocimiento, ella ni se molestó en devolverle la mirada. Instintivamente volteó hacia el lado opuesto y fue cuando vio al otro.
El otro estaba de pie y tenía la mirada triste. Esa mirada llena de recuerdos que sólo se consigue después de una considerable cantidad de años de vida. Si bien a los jóvenes de su edad solía no mirarlos, a los ancianos a los niños y a los perros sí se permitía estudiarlos minuciosamente, siempre que no se dieran cuenta. A las mujeres también las veía pero esas siempre atrapan una mirada en cuestión de segundos.
A los chicos guapos se negaba a verlos para evitar recibir esa expresión de superioridad característica de los más mirados. Y a los menos favorecidos tampoco porque siempre se mostraban tan impresionados de haber sido digno objeto de una mirada femenina y joven que enseguida buscaban conversación o en el mejor de los casos se quedaban el resto del trayecto mirando idiotizados a ver si el milagro se repetía. A los niños sí se los podía ver en el tren, incluso jugar con ellos: nunca aguantan la mirada mucho tiempo pero siempre la devuelven. Aunque uno termina de dejar de mirarlos a ellos también a no ser que se tenga la intención de pasar quince estaciones más jugando al escondite de miradas con el niño y al intercambio de sonrisas corteses con la madre. Los ancianos siempre eran los más fáciles de mirar, tan sumidos en su pasado que el presente parecía ser sólo un futuro recuerdo. Quizás por eso Eva no quiso volver al chico del frente una vez que se encontró con el otro.
Tampoco volvió a la lectura. Como hipnotizada se perdió en cada huella del tiempo marcada en esa piel, en esos ojos que seguían viendo al vacío a través de la ventana sin percatarse de su mirada. Unos ojos tristes. Trató de imaginar lo que estaría pensando, incluso lo imaginó unos años atrás y por primera vez un anciano le pareció sexualmente deseable. Apartó de inmediato ese mal pensamiento. Desear a un anciano debería ser una perversión sexual tan deleznable como corromper a un menor. Hay dos edades en el hombre que marcan el principio y el final socialmente aceptables de su vida sexual. Y éste ya había cruzado la meta hacía una buena cantidad de años. Pero Eva no podía dejar de mirar. Había algo en ese rostro, algo en esa mirada...Cuando él volteó y se encontró con sus ojos, ya ella estaba en un sueño que parecía un recuerdo y su mirada no pudo responder...
Cuando sus párpados se levantaron después de mucho esfuerzo, notó que su cabeza descansaba en un montón de almohadas desacomodadas por el peso y el tiempo. Las sábanas sudadas se pegaban a su piel. Hacía calor pero el médico le había prohibido desarroparse. La poca luz sólo le permitía ver el vaso de agua en la mesita de noche y los frascos llenos de medicinas. Comenzaba a amanecer. No sabía cuánto tiempo llevaba en cama. Después del golpe los recuerdos eran como páginas sueltas de un libro descosido. Sólo él aparecía en cada fragmento de memoria. Con los primeros rayos del sol pudo ver su silueta durmiendo mal acomodada en la mecedora de la esquina. Siempre en la esquina, siempre velando. Sólo se tenían el uno al otro.
Reconoció el dormitorio, los retratos de la pared, el cristo encima de la ventana. Supo por su respiración que él acababa de despertar, lo sintió levantarse, acercarse a la cama, sonreírle y servirle un vaso de agua. Se reconoció a si misma en otro cuerpo y tuvo la certeza de reconocerlo a él. Treinta años menos pero la misma mirada. La misma manera de llorar con un llanto que mira al vacío y no deja salir las lágrimas. Los mismos ojos tristes del que presiente la soledad, del que mira adelante y sólo ve una interminable agonía, una fecha que marcará el inicio de una ausencia definitiva y un infinito camino en solitario.
El momento de su muerte no lo pudo recordar. Recuerda los ojos de él inclinados sobre su rostro y por primera vez una lágrima, y otra, y un beso tibio y salado que no pudo devolver. No sabe qué vino primero, si la muerte o ese último beso; pero ya daba igual. El se quedaba solo y ella, ella ya no podía recordar más. Todo era negro. Al silencio le ganó el mecánico sonido de las ruedas sobre los rieles. No quería abrir los ojos. Su concentración dio paso a las diversas conversaciones de fondo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Próxima estación Grácia. La misma voz de todos los días. El tren se detuvo. Se abrieron las puertas. Era su parada pero la dejaría pasar. No quería perder ese momento, ese único momento ajeno a su rutina. Un timbre anunció que ya era tarde para subir o bajar. Pronto las puertas se cerrarían. ¿habría bajado? Seguramente era también su estación. Con temor abrió los ojos. El tren retomó la marcha. Aliviada, quizás incluso feliz, Eva notó que él permanecía dentro del tren. Su mirada seguía perdida, aún no había encontrado la de ella.
Quería acercarse, preguntarle en qué pensaba, saber por qué parecía tan triste, conocerlo, acercarse y preguntarle disculpe, usted por casualidad perdió a su mujer hace unos 20 años? Y se volvió a casar? Quería afrontarlo, saber si sería capaz de aceptar un no, llevo 60 años de casado con mi actual mujer, como respuesta. Quería lograr que la mirara a los ojos, que desapareciera su mirada triste. No pensó en lo que podría pasar después. Tampoco le interesaba. Sólo quería comprobar que acababa de tener un recuerdo con forma de sueño. Próxima estación Provença. No, él no bajaría hasta Plaza Catalunya. Quedaba una estación. Al oír el anuncio, la mujer sentada frente a él se levantó. Sin mirar hacia los lados para no sentirse en la necesidad de dar explicaciones, Eva cambió de asiento. No pensó en las arrugas, en los casi sesenta años de más y miró directo a los ojos. Imposible escapar esta vez. El le devolvió la mirada y con una sonrisa cortés y una respetuosa inclinación de cabeza se levantó y salió con su mirada triste que nunca mira hacia atrás.
Cuando una misma rutina se repite día tras otro, de lunes a viernes, a veces sábados y domingos, la percepción de las cosas también se vuelve rutinaria. La misma hora de salida, el mismo tren, los mismos trayectos, las mismas distancias, a veces hasta los mismos pensamientos. En los primeros momentos de las rutinas todavía se pueden percibir aquellos hechos que resaltan por no repetirse mecánicamente: alguien que sostiene la mirada en el metro, la asombrosa agilidad de un carterista asegurando su futuro próximo a costa de una incauta turista, o la extraña voz de la mujer de Rumania pidiendo dinero por favor disculpen las molestias para comprar leche y pañales. Siempre leche y pañales, sólo leche y pañales. 15 kilos de sobrepeso alimentados de calcio y algodón. Pero después el acento y el discurso de la señora se repiten casi exactos en al menos 5 señoras más aquejadas de los mismos problemas, la mirada en el metro se desvía de soledad al no encontrar ojos dignos dispuestos a sostener un diálogo silencioso, y hasta la habilidad del carterista se vuelve cosa de rutina. Ya no diaria, pero al menos presenciada con cierta frecuencia. Así el viernes ya es imposible recordar si la lluvia fue el lunes o el martes. El miércoles, tal vez.
La rutina de Eva sigue siendo sencilla: dormir hasta tarde, almorzar en casa, tomar el tren de las dos, media hora de lectura hasta la universidad, tres horas de clases, media hora de forzada socialización con los compañeros de estudios que coinciden en el mismo tren, de repetir las mismas conversaciones triviales –que mala la clase, qué tenemos mañana- intentando apartar la mente del cuento que se está acabando contando los minutos para llegar a casa y poder finalmente conocer el desenlace. Llegar a casa comer televisión y de nuevo dormir hasta tarde al día siguiente.
Al principio notaba los detalles. El paisaje desde el tren, la conversación íntima de las dos amigas del asiento de atrás y hasta la rápidas miradas del chico que en el asiento del frente hace como si estuviera concentrado en la lectura de su revista.
Con los chicos del frente siempre pasa hasta que una se acostumbra. Cuesta para que te toque uno guapo y de tu generación pero cuando al fin sucede siempre te mira. La primera suele ser cuando te sientas frente a él (o él frente a ti si llegó más tarde). Esa es la decisiva. De ahí en adelante puede que no mire más o por el contrario que se pase todo el trayecto acomodándose en el asiento significando cada acomodada una nueva y rápida evaluación. Como si el movimiento escondiera las intenciones. Las primeras veces siempre esperas algún acercamiento. El trayecto se hace más corto, las estaciones ni se sienten, hasta que uno de los dos llega a su estación. Generalmente es él quien se baja primero. Día tras día se repiten las tristes despedidas de un cualquier cosa que no pudo ser pero que estuvo tan cerca. Ya Eva no estaba en los primeros días, había aprendido a no esperar nada. Por eso cuando él se sentó en el asiento del frente y sacó el periódico del maletín mientras sus ojos daban una vuelta de reconocimiento, ella ni se molestó en devolverle la mirada. Instintivamente volteó hacia el lado opuesto y fue cuando vio al otro.
El otro estaba de pie y tenía la mirada triste. Esa mirada llena de recuerdos que sólo se consigue después de una considerable cantidad de años de vida. Si bien a los jóvenes de su edad solía no mirarlos, a los ancianos a los niños y a los perros sí se permitía estudiarlos minuciosamente, siempre que no se dieran cuenta. A las mujeres también las veía pero esas siempre atrapan una mirada en cuestión de segundos.
A los chicos guapos se negaba a verlos para evitar recibir esa expresión de superioridad característica de los más mirados. Y a los menos favorecidos tampoco porque siempre se mostraban tan impresionados de haber sido digno objeto de una mirada femenina y joven que enseguida buscaban conversación o en el mejor de los casos se quedaban el resto del trayecto mirando idiotizados a ver si el milagro se repetía. A los niños sí se los podía ver en el tren, incluso jugar con ellos: nunca aguantan la mirada mucho tiempo pero siempre la devuelven. Aunque uno termina de dejar de mirarlos a ellos también a no ser que se tenga la intención de pasar quince estaciones más jugando al escondite de miradas con el niño y al intercambio de sonrisas corteses con la madre. Los ancianos siempre eran los más fáciles de mirar, tan sumidos en su pasado que el presente parecía ser sólo un futuro recuerdo. Quizás por eso Eva no quiso volver al chico del frente una vez que se encontró con el otro.
Tampoco volvió a la lectura. Como hipnotizada se perdió en cada huella del tiempo marcada en esa piel, en esos ojos que seguían viendo al vacío a través de la ventana sin percatarse de su mirada. Unos ojos tristes. Trató de imaginar lo que estaría pensando, incluso lo imaginó unos años atrás y por primera vez un anciano le pareció sexualmente deseable. Apartó de inmediato ese mal pensamiento. Desear a un anciano debería ser una perversión sexual tan deleznable como corromper a un menor. Hay dos edades en el hombre que marcan el principio y el final socialmente aceptables de su vida sexual. Y éste ya había cruzado la meta hacía una buena cantidad de años. Pero Eva no podía dejar de mirar. Había algo en ese rostro, algo en esa mirada...Cuando él volteó y se encontró con sus ojos, ya ella estaba en un sueño que parecía un recuerdo y su mirada no pudo responder...
Cuando sus párpados se levantaron después de mucho esfuerzo, notó que su cabeza descansaba en un montón de almohadas desacomodadas por el peso y el tiempo. Las sábanas sudadas se pegaban a su piel. Hacía calor pero el médico le había prohibido desarroparse. La poca luz sólo le permitía ver el vaso de agua en la mesita de noche y los frascos llenos de medicinas. Comenzaba a amanecer. No sabía cuánto tiempo llevaba en cama. Después del golpe los recuerdos eran como páginas sueltas de un libro descosido. Sólo él aparecía en cada fragmento de memoria. Con los primeros rayos del sol pudo ver su silueta durmiendo mal acomodada en la mecedora de la esquina. Siempre en la esquina, siempre velando. Sólo se tenían el uno al otro.
Reconoció el dormitorio, los retratos de la pared, el cristo encima de la ventana. Supo por su respiración que él acababa de despertar, lo sintió levantarse, acercarse a la cama, sonreírle y servirle un vaso de agua. Se reconoció a si misma en otro cuerpo y tuvo la certeza de reconocerlo a él. Treinta años menos pero la misma mirada. La misma manera de llorar con un llanto que mira al vacío y no deja salir las lágrimas. Los mismos ojos tristes del que presiente la soledad, del que mira adelante y sólo ve una interminable agonía, una fecha que marcará el inicio de una ausencia definitiva y un infinito camino en solitario.
El momento de su muerte no lo pudo recordar. Recuerda los ojos de él inclinados sobre su rostro y por primera vez una lágrima, y otra, y un beso tibio y salado que no pudo devolver. No sabe qué vino primero, si la muerte o ese último beso; pero ya daba igual. El se quedaba solo y ella, ella ya no podía recordar más. Todo era negro. Al silencio le ganó el mecánico sonido de las ruedas sobre los rieles. No quería abrir los ojos. Su concentración dio paso a las diversas conversaciones de fondo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Próxima estación Grácia. La misma voz de todos los días. El tren se detuvo. Se abrieron las puertas. Era su parada pero la dejaría pasar. No quería perder ese momento, ese único momento ajeno a su rutina. Un timbre anunció que ya era tarde para subir o bajar. Pronto las puertas se cerrarían. ¿habría bajado? Seguramente era también su estación. Con temor abrió los ojos. El tren retomó la marcha. Aliviada, quizás incluso feliz, Eva notó que él permanecía dentro del tren. Su mirada seguía perdida, aún no había encontrado la de ella.
Quería acercarse, preguntarle en qué pensaba, saber por qué parecía tan triste, conocerlo, acercarse y preguntarle disculpe, usted por casualidad perdió a su mujer hace unos 20 años? Y se volvió a casar? Quería afrontarlo, saber si sería capaz de aceptar un no, llevo 60 años de casado con mi actual mujer, como respuesta. Quería lograr que la mirara a los ojos, que desapareciera su mirada triste. No pensó en lo que podría pasar después. Tampoco le interesaba. Sólo quería comprobar que acababa de tener un recuerdo con forma de sueño. Próxima estación Provença. No, él no bajaría hasta Plaza Catalunya. Quedaba una estación. Al oír el anuncio, la mujer sentada frente a él se levantó. Sin mirar hacia los lados para no sentirse en la necesidad de dar explicaciones, Eva cambió de asiento. No pensó en las arrugas, en los casi sesenta años de más y miró directo a los ojos. Imposible escapar esta vez. El le devolvió la mirada y con una sonrisa cortés y una respetuosa inclinación de cabeza se levantó y salió con su mirada triste que nunca mira hacia atrás.