martes, septiembre 26, 2006
Un artículo interesante: La gente sin placer, de Alberto Soria
"La gente sin placer me parece peligrosa, reveló el catedrático. De frente casi interminable y mirada profunda de enterado, habla mirando directamente a sus interlocutores y no a sus apuntes. Imaginé a algún halcón en el auditorio, guardando con disimulo las medallas de guerra, fiereza y malhumor que llevaba en la solapa. Después, como al descuido, el conferencista dijo: "Hay que saber mucho para ser sencillo. Quisiera ser sencillo". La sencillez --explicó-es un resultado; la simpleza, un estado primario. Imaginé esta vez, que del sobresalto, al cocinero superestar se le caía el tenedor de platino. Y a su colega mediático al lado, la costosísima cuchara japonesa con la que (eliminando el plato tradicional en su restaurante de lujo) ha planeado su penúltimo golpe de efecto.
A la cocina, la mesa y sobremesa --es decir a la vida, piensa uno-a veces le hacen falta más filósofos de lo cotidiano y especialistas en cultura griega, que doctores en tempurización y magos del nitrógeno líquido. Los necesitamos para aprender a nadar contra la corriente, para sobrevivir con gozo, y para que nos ayuden a condimentar el caldo. Ese es para nosotros el caso de Ángel Gabilondo Pujol, fino pensador español muy querido en su patio, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, distinguido con palmarés académico por el gobierno francés, y autor de las frases que al comienzo cito.
I"Sopas hechas con felicidad", dice la publicidad. Cuando la veo, recuerdo frases al vuelo de Gabilondo. Y con él, me asusto de lo que propone la publicidad. "Parece que la felicidad es un ingrediente, un aditamento", comenta el catedrático de metafísica. Hay una gran diferencia entre la sopa de sobrecito, y la que a uno le prepara la abuela, la mamá o la pareja. Estas reconfortan porque están elaboradas con caricias, sentimiento y sabiduría artesanal heredada. La felicidad -que es algo que se cultiva, sostienen los filósofos de la vida-no puede llegar en sobrecitos aunque estén firmados por quien entre los famosos, se considera el mejor chef del mundo porque cree ser "el Picasso de la cocina".
II En sus clases de Historia Medieval en la Universidad de Bolonia, el profesor Massimo Montanari enseña que las cocinas marcan más que el idioma. Definen lugares, heredades, paisajes, productos disponibles, gustos, recetas transmitidas de generación en generación, por encima de los límites y fronteras políticas. Las cocinas --remacha Montanari-son espacios de identidad y de intercambio, desde los que se genera placer. Desde otra vertiente, Gabilondo interpreta la alegría como una necesidad de vida, un desafío, algo por lo que hay que luchar constantemente. Séneca sostenía que al acabar el día sería interesante poder decir "he vivido", cuenta. No podría decirlo ni desde la dieta loca, ni desde el ayuno.
En momentos como los actuales, la idea de que alguien (así sea en lecturas), lleve a filósofos de lo cotidiano y a especialistas en cultura griega a la cocina y a la fiesta, pueden enriquecer más mesa y sobremesa que cuando llega con el pan el que no sabe de panaderías, y con botella de liebfraumilch el que presume de vinos. Vivir como un mortal es exigente, pero no debe asustar, sostiene el filósofo español. Lo que lo asusta --admite-"es echar a perder la vida". Por eso hacemos coro, esperando que usted se sume: La gente sin placer nos parece peligrosa." (el nacional)
A la cocina, la mesa y sobremesa --es decir a la vida, piensa uno-a veces le hacen falta más filósofos de lo cotidiano y especialistas en cultura griega, que doctores en tempurización y magos del nitrógeno líquido. Los necesitamos para aprender a nadar contra la corriente, para sobrevivir con gozo, y para que nos ayuden a condimentar el caldo. Ese es para nosotros el caso de Ángel Gabilondo Pujol, fino pensador español muy querido en su patio, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, distinguido con palmarés académico por el gobierno francés, y autor de las frases que al comienzo cito.
I"Sopas hechas con felicidad", dice la publicidad. Cuando la veo, recuerdo frases al vuelo de Gabilondo. Y con él, me asusto de lo que propone la publicidad. "Parece que la felicidad es un ingrediente, un aditamento", comenta el catedrático de metafísica. Hay una gran diferencia entre la sopa de sobrecito, y la que a uno le prepara la abuela, la mamá o la pareja. Estas reconfortan porque están elaboradas con caricias, sentimiento y sabiduría artesanal heredada. La felicidad -que es algo que se cultiva, sostienen los filósofos de la vida-no puede llegar en sobrecitos aunque estén firmados por quien entre los famosos, se considera el mejor chef del mundo porque cree ser "el Picasso de la cocina".
II En sus clases de Historia Medieval en la Universidad de Bolonia, el profesor Massimo Montanari enseña que las cocinas marcan más que el idioma. Definen lugares, heredades, paisajes, productos disponibles, gustos, recetas transmitidas de generación en generación, por encima de los límites y fronteras políticas. Las cocinas --remacha Montanari-son espacios de identidad y de intercambio, desde los que se genera placer. Desde otra vertiente, Gabilondo interpreta la alegría como una necesidad de vida, un desafío, algo por lo que hay que luchar constantemente. Séneca sostenía que al acabar el día sería interesante poder decir "he vivido", cuenta. No podría decirlo ni desde la dieta loca, ni desde el ayuno.
En momentos como los actuales, la idea de que alguien (así sea en lecturas), lleve a filósofos de lo cotidiano y a especialistas en cultura griega a la cocina y a la fiesta, pueden enriquecer más mesa y sobremesa que cuando llega con el pan el que no sabe de panaderías, y con botella de liebfraumilch el que presume de vinos. Vivir como un mortal es exigente, pero no debe asustar, sostiene el filósofo español. Lo que lo asusta --admite-"es echar a perder la vida". Por eso hacemos coro, esperando que usted se sume: La gente sin placer nos parece peligrosa." (el nacional)
jueves, septiembre 21, 2006
Información para los alumnos del Programa Superior de Escritura Creativa
Para información acerca del Programa Superior de Escritura Creativa, hagan click acá.
Un relato: La dama del perrito, de Antón Chéjov
I
Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.
Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.
II
Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
—El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
Ella no contestó nada.
Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
—Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
—¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
—¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
—¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
—Parece que te estás excusando.
—¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
—No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
—¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
—Bueno, bueno —masculló él.
Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
—Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
“No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
—La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
—Sí. Ya es hora de volver.
Regresaron a la ciudad.
Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
—En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
—¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
—¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
“¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”
III
En su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
—¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
—¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
—¡Dmitrii Dmitrich!
—¿Qué?
—¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
—Dridiritz —pronunciaba el portero.
Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
“¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
“¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
“¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
“Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
—¡Buenas noches!
Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
“¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
—¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
—¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
—¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
—¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.
IV
Y Anna Sergueevna empezó a ir a visitarle a Moscú. Cada dos o tres meses, una vez y diciendo a su marido que tenía que consultar al médico, dejaba la ciudad de S. El marido a la vez le creía y no le creía. Una vez en Moscú, se hospedaba en el hotel Slaviaskii Basar, desde donde enviaba enseguida aviso a Gurov. Éste iba a verla, y nadie en Moscú se enteraba. Una mañana de invierno y acompañando a su hija al colegio, por estar éste en su camino, se dirigía como otras veces a verla (su recado no le había encontrado en casa la víspera). Caía una fuerte nevada.
—Estamos a tres grados sobre cero y nieva —decía Gurov a su hija—. ¡Claro que esta temperatura es sólo la de la superficie de la tierra! ¡En las altas capas atmosféricas es completamente distinta!
—Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
Gurov le explicó también esto. Mientras hablaba pensaba en que nadie sabía ni sabría, seguramente nunca, nada de la cita a la que se dirigía. Había llegado a tener dos vidas: una, clara, que todos veían y conocían, llena de verdad y engaño condicionales, semejante en todo a la de sus amigos y conocidos; otra, que discurría en el misterio. Por una singular coincidencia, tal vez casual, cuanto para él era importante, interesante, indispensable., en todo aquello en que no se engañaba a sí mismo y era sincero., cuanto constituía la médula de su vida, permanecía oculto a los demás, mientras que lo que significaba su mentira, la envoltura exterior en que se escondía, con el fin de esconder la verdad (por ejemplo, su actividad en el banco, las discusiones del círculo sobre la raza inferior, la asistencia a jubilaciones en compañía de su esposa), quedaba de manifiesto. Juzgando a los demás a través de sí mismo, no daba crédito a lo que veía, suponiendo siempre que en cada persona, bajo el manto del misterio como bajo el manto de la noche, se ocultaba la verdadera vida interesante. Toda existencia individual descansa sobre el misterio y quizá es en parte por eso por lo que el hombre culto se afana tan nerviosamente para ver respetado su propio misterio.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Slavianksii Basar. En el piso bajo se despojó de la pelliza y tras subir las escaleras llamó con nudillos a la puerta. Anna Sergueevna, con su vestido gris, el preferido de él, cansada del viaje y de la espera, le aguardaba desde la víspera por la noche. Estaba pálida; en su rostro, al mirarlo, no se dibujó ninguna sonrisa y apenas lo vio entrar se precipitó a su encuentro, como si hiciera dos años que no se hubieran visto.
—¿Cómo estás? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
—Espera. Ahora te diré. ¡No puedo!
No podía hablar, en efecto, porque estaba llorando. Con la espalda vuelta hacia él, se apretaba el pañuelo contra los ojos.
“La dejaré que llore un poco mientras me siento”, pensó él acomodándose en la butaca.
Luego llamó al timbre y encargó que trajeran el té. Mientras lo bebía, ella, siempre junto a la ventana, le daba la espalda. Lloraba con llanto nervioso, dolorosamente consciente de lo aflictiva que la vida se había hecho para ambos. ¡Para verse habían de ocultarse, de esconderse como ladrones! ¿No estaban acaso deshechas sus vidas?
—No llores más —dijo él.
Para Gurov estaba claro que aquel mutuo amor tardaría en acabar. No se sabía en realidad cuándo acabaría. Anna Sergueevna se ataba a él por el afecto, cada vez más fuertemente. Lo adoraba y era imposible decirle que todo aquello tenía necesariamente que tener un fin. ¡No lo hubiera creído siquiera!
En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma, se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto?. Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.
El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.
Antes, en momentos de tristeza, intentaba tranquilizarse con cuantas reflexiones le pasaban por la cabeza. Ahora no hacía estas reflexiones. Lleno de compasión, quería ser sincero y cariñoso.
—¡Basta ya, buenecita mía! —le decía a ella—. ¡Ya has llorado bastante! ¡Hablemos ahora y veamos si se nos ocurre alguna idea!
Después invertían largo rato en discutir, en consultarse sobre la manera de liberarse de aquella indispensabilidad de engañar, de esconderse, de vivir en distintas ciudades y de pasar largas temporadas sin verse.
“¿Cómo liberarse, en efecto, de tan insoportables tormentos? ¿Cómo? —se preguntaba él cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?”
Y les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa.
Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.
Corrió la voz de que por el malecón se había visto pasear a un nuevo personaje: La dama del perrito.
Dmitrii Dmitrich Gurov, residente en Yalta hacía dos semanas y habituado ya a aquella vida, empezaba también a interesarse por las caras nuevas. Desde el pabellón Verne, en que solía sentarse, veía pasar a una dama joven, de mediana estatura, rubia y tocada con una boina. Tras ella corría un blanco lulú.
Después, varias veces al día, se la encontraba en el parque y en los jardinillos públicos. Paseaba sola, llevaba siempre la misma boina y se acompañaba del blanco lulú. Nadie sabía quién era y todos la llamaban La dama del perrito.
“Si está aquí sin marido y sin amigos, no estaría mal trabar conocimiento con ella”, pensó Gurov.
Éste no había cumplido todavía los cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos colegiales. Se había casado muy joven, cuando aún era estudiante de segundo año, y ahora su esposa parecía dos veces mayor que él. Era ésta una mujer alta, de oscuras cejas, porte rígido, importante y grave y se llamaba a sí misma intelectual. Leía mucho, no escribía cartas y llamaba a su marido Dimitrii, en lugar de Dmitrii. Él, por su parte, la consideraba de corta inteligencia, estrecha de miras y falta de gracia, por lo que, temiéndola, no le agradaba permanecer en el hogar. Hacía mucho tiempo que había empezado a engañarla con frecuencia, siendo sin duda ésta la causa de que casi siempre hablara mal de las mujeres. Cuando en su presencia se aludía a ellas, exclamaba:
—¡Raza inferior!
Considerábase con la suficiente amarga experiencia para aplicarles este calificativo, no obstante lo cual, sin esta raza inferior no podía vivir ni dos días seguidos. Con los hombres se aburría, se mostraba frío y poco locuaz; y, en cambio, en compañía de mujeres se sentía despreocupado. Ante ellas sabía de qué hablar y cómo proceder, y hasta el permanecer silencioso a su lado le resultaba fácil. Su exterior, su carácter, estaba dotado de un algo imperceptible, pero atrayente para las mujeres. Él lo sabía, y a su vez se sentía llevado hacia ellas por una fuerza desconocida.
La experiencia, una amarga experiencia, en efecto, le había demostrado hacía mucho tiempo que todas esas relaciones que al principio tan gratamente amenizan la vida, presentándose como aventuras fáciles y agradables, se convierten siempre para las personas serias, principalmente para los moscovitas, indecisos y poco dinámicos, en un problema extremadamente complicado, con lo que la situación acaba haciéndose penosa. Sin embargo, a pesar de ello, a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, la experiencia, resbalando de su memoria, se deslizaba no se sabía hacia dónde. Quería uno vivir, y ¡todo parecía tan sencillo y tan divertido!
Así, pues, hallábase un día al atardecer comiendo en el jardín, cuando la dama de la boina, tras acercarse con paso reposado, fue a ocupar la mesa vecina. Su expresión, su manera de andar, su vestido, su peinado, todo revelaba que pertenecía a la buena sociedad, que era casada, que venía a Yalta por primera vez, que estaba sola y que se aburría.
Los chismes sucios sobre la moral de la localidad encerraban mucha mentira. Él aborrecía aquellos chismes; sabía que, la mayoría de ellos, habían sido inventados por personas que hubieran prevaricado gustosas de haber sabido hacerlo; pero, sin embargo, cuando aquella dama fue a sentarse a tres pasos de él, a la mesa vecina, todos esos chismes acudieron a su memoria: fáciles conquistas., excursiones por la montaña. Y el pensamiento tentador de una rápida y pasajera novela junto a una mujer de nombre y apellido desconocidos se apoderó de él. Con un ademán cariñoso llamó al lulú, y cuando lo tuvo cerca lo amenazó con el dedo. El lulú gruñó, y Gurov volvió a amenazarle. La dama le lanzó una ojeada, bajando la vista en el acto.
—No muerde —dijo enrojeciendo.
—¿Puedo darle un hueso?
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento.
—¿Hace mucho que ha llegado? —siguió preguntando Gurov en tono afable.
—Unos cinco días.
—Yo llevo aquí ya casi dos semanas.
—El tiempo pasa de prisa y, sin embargo, se aburre uno aquí —dijo ella sin mirarle.
—Suele decirse, en efecto, que esto es aburrido. En su casa de cualquier pueblo., de un Beleb o de un Jisdra., no se aburre uno, y se llega aquí y se empieza a decir enseguida: “¡Ah, qué aburrido! ¡Ah, qué polvo!.” ¡Enteramente como si viniera uno de Granada!
Ella se echó a reír. Luego ambos siguieron comiendo en silencio, como dos desconocidos; pero después de la comida salieron juntos y entablaron una de esas charlas ligeras, en tono de broma, propia de las personas libres, satisfechas, a quienes da igual adónde ir y de qué hablar. Paseando comentaban el singular tono de luz que iluminaba el mar: tenía el agua un colorido lila, y una raya dorada que partía de la luna corría sobre ella. Hablaban de que la atmósfera, tras el día caluroso, era sofocante. Gurov le contaba que era moscovita y por sus estudios, filólogo, pero que trabajaba en un banco. Hubo un tiempo en el que pensó cantar en la ópera, pero lo dejó. Tenía dos casas en Moscú. De ella supo que se había criado en Petersburgo, casándose después en la ciudad de S., donde residía hacía dos años, y que estaría todavía un mes en Yalta, adonde quizá vendría a buscarla su marido, que también quería descansar. En cuanto a en qué consistía el trabajo de éste, no sabía explicarlo, cosa que la hacía reír. También supo Gurov que se llamaba Anna Sergueevna.
Después, en su habitación, continuó pensando en ella y en que al otro día seguramente volvería a encontrarla. Y así había de ser. Mientras se acostaba repasó en su memoria que aquella joven dama aún hacía poco estaba estudiando en un pensionado, como ahora estudiaba su hija. Recordó la falta de aplomo que había todavía en su risa cuando conversaba con un desconocido. Era ésta seguramente la primera vez en que se veía envuelta en aquel ambiente.: perseguida, contemplada con un fin secreto que no podía dejar de adivinar. Recordó su fino y débil cuello, sus bonitos ojos de color gris.
“Hay algo en ella que inspira lástima”, pensaba al quedarse dormido.
II
Ya hacía una semana que la conocía. Era día de fiesta. En las habitaciones había una atmósfera sofocante, y por las calles el viento, arrebatando sombreros, levantaba remolinos de polvo. La sed era constante, y Gurov entraba frecuentemente en el pabellón, tan pronto en busca de jarabe como de helados con que obsequiar a Anna Sergueevna. No sabía uno dónde meterse. Al anochecer, cuando se calmó el viento, fueron al muelle a presenciar la llegada del vapor. El embarcadero estaba lleno de paseantes y de gentes con ramos en las manos que acudían allí para recibir a alguien. Dos particularidades del abigarrado gentío de Yalta aparecían sobresalientes: que las damas de edad madura vestían como las jóvenes y que había gran número de generales. Por estar el mar agitado, el vapor llegó con retraso, cuando ya el sol se había puesto, permaneciendo largo rato dando vueltas antes de ser amarrado en el muelle.
Anna Sergueevna miraba al vapor y a los pasajeros a través de sus impertinentes, como buscando algún conocido, y al dirigirse a Gurov le brillaban los ojos. Charlaba sin cesar y hacía breves preguntas, olvidándose en el acto de lo que había preguntado. Luego extravió los impertinentes entre la muchedumbre. Ésta, compuesta de gentes bien vestidas, empezó a dispersarse; ya no podían distinguirse los rostros. El viento había cesado por completo.
Gurov y Anna Sergueevna continuaban de pie, como esperando a que alguien más bajara del vapor. Anna Sergueevna no decía ya nada, y sin mirar a Gurov aspiraba el perfume de las flores.
—El tiempo ha mejorado mucho —dijo éste—. ¿A dónde vamos ahora? ¿Y si nos fuéramos a alguna parte?
Ella no contestó nada.
Él entonces la miró fijamente y de pronto la abrazó y la besó en los labios, percibiendo el olor y la humedad de las flores; pero enseguida miró asustado a su alrededor para cerciorarse de que nadie les había visto.
—Vamos a su hotel —dijo en voz baja.
Y ambos se pusieron en marcha rápidamente.
El ambiente de la habitación era sofocante y olía al perfume comprado por ella en la tienda japonesa. Gurov, mirándola, pensaba en cuantas mujeres había conocido en la vida. Del pasado guardaba el recuerdo de algunas inconscientes, benévolas, agradecidas a la felicidad que les daba, aunque ésta fuera efímera; de otras, como, por ejemplo, su mujer, cuya conversación era excesiva, recordaba su amor insincero, afectado, histérico., que no parecía amor ni pasión, sino algo mucho más importante. Recordaba también a dos o tres bellas, muy bellas y frías, por cuyos rostros pasaba súbitamente una expresión de animal de presa, de astuto deseo de extraer a la vida más de lo que puede dar. Estas mujeres no estaban ya en la primera juventud, eran caprichosas, voluntariosas y poco inteligentes, y su belleza despertaba en Gurov, una vez desilusionado, verdadero aborrecimiento, antojándosele escamas los encajes de sus vestidos.
Aquí, en cambio, existía una falta de valor, la falta de experiencia propia de la juventud, tal sensación de azoramiento que le hacía a uno sentirse desconcertado, como si alguien de repente hubiera llamado a la puerta. Anna Sergueevna, la dama del perrito, tomaba aquello con especial seriedad, considerándolo como una caída, lo cual era singular e inadecuado. Como la pecadora de un cuadro antiguo, permanecía pensativa, en actitud desconsolada.
—¡Esto está muy mal —dijo—, y usted será el primero en no estimarme!
Sobre la mesa había una sandía, de la que Gurov se cortó una loncha, que empezó a comerse despacio. Una media hora, por lo menos, transcurrió en silencio. Anna Sergueevna presentaba el aspecto conmovedor, ingenuo y honrado de la mujer sin experiencia de la vida. Una vela solitaria colocada encima de la mesa apenas iluminaba su rostro; pero, sin embargo, veíase su sufrimiento.
—¿Por qué voy a dejar de estimarte? —preguntó Gurov—. No sabes lo que dices.
—¡Que Dios me perdone!. —dijo ella, y sus ojos se arrasaron en lágrimas—. ¡Esto es terrible!
—Parece que te estás excusando.
—¡Excusarme!. ¡Soy una mala y ruin mujer! ¡Me aborrezco a mí misma! ¡No es a mi marido a quien he engañado.; he engañado a mi propio ser! ¡Y no solamente ahora., sino hace ya tiempo! ¡Mi marido es bueno y honrado, pero. un lacayo! ¡No sé qué hace ni en qué trabaja, pero sí sé que es un lacayo! ¡Cuando me casé con él tenía veinte años! ¡Después de casada, me torturaba la curiosidad por todo! ¡Deseaba algo mejor! ¡Quería otra vida! ¡Deseaba vivir! ¡Aquella curiosidad me abrasaba! ¡Usted no podrá comprenderlo, pero juro ante Dios que ya era incapaz de dominarme! ¡Algo pasaba dentro de mí que me hizo decir a mi marido que me encontraba mal y venirme! ¡Aquí, al principio, iba de un lado para otro, como presa de locura., y ahora soy una mujer vulgar., mala., a la que todos pueden despreciar!
A Gurov le aburría escucharla. Le molestaba aquel tono ingenuo, aquel arrepentimiento tan inesperado e impropio. Si no hubiera sido por las lágrimas que llenaban sus ojos, podía haber pensado que bromeaba o que estaba representando un papel dramático.
—No comprendo —dijo lentamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Ella ocultó el rostro en su pecho y contestó:
—¡Créame!. ¡Créame se lo suplico! ¡Amo la vida honesta y limpia y el pecado me parece repugnante! ¡Yo misma no comprendo mi conducta! ¡La gente sencilla dice: “¡Culpa del maligno!”, y eso mismo digo yo! ¡Culpa del maligno!
—Bueno, bueno —masculló él.
Luego miró sus ojos, inmóviles y asustados, la besó y comenzó a hablarle despacio, en tono cariñoso, y tranquilizándose ella, la alegría volvió a sus ojos y ambos rieron otra vez. Después se fueron a pasear por el malecón, que estaba desierto. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto muerto; pero el mar rugía al chocar contra la orilla. Sólo un vaporcillo, sobre el que oscilaba la luz de un farolito, se mecía sobre las olas. Encontraron un isvoschick y se fueron a Oranda.
—Ahora mismo acabo de enterarme de tu apellido en la portería. En la lista del hotel está escrito este nombre: “Von Dideritz” —dijo Gurov—. ¿Es alemán tu marido?
“No; pero, según parece, lo fue su abuelo. Él es ortodoxo”.
En Oranda estuvieron un rato sentados en un banco, no lejos de la iglesia, silenciosos y mirando el mar, a sus pies. Apenas era visible Yalta en la bruma matinal. Sobre la cima de las montañas había blancas nubes inmóviles, nada agitaba el follaje de los árboles, oíase el canto de la chicharra y de abajo llegaba el ruido del mar hablando de paz y de ese sueño eterno que a todos nos espera. El mismo ruido haría el mar allá abajo, cuando aún no existían ni Yalta ni Oranda.; el mismo ruido indiferente seguirá haciendo cuando ya no existamos nosotros. Y esta permanencia, esta completa indiferencia hacia la vida y la muerte en cada uno de nosotros constituye la base de nuestra eterna salvación, del incesante movimiento de la vida en la tierra, del incesante perfeccionamiento. Sentado junto a aquella joven mujer, tan bella en la hora matinal, tranquilo y hechizado por aquel ambiente de cuento de hadas, de mar, de montañas, de nubes y de ancho cielo. Gurov pensaba en que, bien considerado, todo en el mundo era maravilloso. ¡Y todo lo era en efecto., excepto lo que nosotros pensamos y hacemos cuando nos olvidamos del alto destino de nuestro ser y de la propia dignidad humana!
Un hombre, seguramente el guarda, se acercó a ellos. Les miró y se fue, pareciéndole este detalle también bello y misterioso. Iluminado por la aurora y con las luces ya apagadas, vieron llegar el barco de Feodosia.
—La hierba está llena de rocío —dijo Anna Sergueevna después de un rato de silencio.
—Sí. Ya es hora de volver.
Regresaron a la ciudad.
Después, cada mediodía, siguieron encontrándose en el malecón. Almorzaban juntos, comían, paseaban y se entusiasmaban con la contemplación del mar. Ella observaba que dormía mal y que su corazón palpitaba intranquilo. Le hacía las mismas preguntas, tan pronto excitadas por los celos como por el miedo de que él no la estimara suficientemente. Él, a menudo, en el parque o en los jardinillos, cuando no había nadie cerca, la abrazaba de pronto apasionadamente. Aquella completa ociosidad, aquellos besos en pleno día, llenos del temor de ser vistos, el calor, el olor a mar y el perpetuo vaivén de gentes satisfechas, ociosas, ricamente vestidas, parecían haber transformado a Gurov. Éste llamaba a Anna Sergueevna bonita y encantadora, se apasionaba, no se separaba ni un paso de ella; que, en cambio, solía quedar pensativa, pidiéndole que le confesara que no la quería y que sólo la consideraba una mujer vulgar. Casi todos los atardeceres se marchaban a algún sitio de las afueras, a Oranda o a contemplar alguna catarata. Estos paseos resultaban gratos, y las impresiones recibidas en ellos, siempre prodigiosas y grandes.
Se esperaba la llegada del marido. Un día, sin embargo, recibióse una carta en la que éste se quejaba de un dolor en los ojos, suplicando a su mujer que regresara pronto a su casa. Anna Sergueevna aceleró los preparativos de marcha.
—En efecto, es mejor que me vaya —dijo a Gurov—. ¡Así lo dispone el destino!
Acompañada por él y en coche de caballos, emprendió el viaje, que duró el día entero. Una vez en el vagón del rápido y al sonar la segunda campanada, dijo:
—¡Déjeme que lo mire otra vez! ¡Otra vez! ¡Así!
No lloraba, pero estaba triste; parecía enferma y había un temblor en su rostro.
—¡Pensaré en usted! —decía—. ¡Lo recordaré! ¡Quede con Dios! ¡Guarde una buena memoria de mí! ¡Nos despedimos para siempre! ¡Es necesario que así sea! ¡No deberíamos habernos encontrado nunca! ¡No! ¡Quede con Dios!
El tren partió veloz, desaparecieron sus luces y un minuto después extinguíase el ruido de sus ruedas, como si todo estuviera ordenado a que aquella dulce enajenación, aquella locura, cesaran más de prisa. Solo en el andén, con la sensación del hombre que acaba de despertar, Gurov fijaba los ojos en la lejanía, escuchando el canto de la chicharra y la vibración de los hilos telegráficos. Pensaba que en su vida había ahora un éxito, una aventura más, ya terminada, de la que no quedaría más que el recuerdo. Se sentía conmovido, triste y un poco arrepentido. Esta joven mujer, a la que no volvería a ver, no había sido feliz a su lado. Siempre se había mostrado con ella afable y afectuoso; pero, a pesar de tal proceder, su tono y su mismo cariño traslucían una ligera sombra de mofa, la brutal superioridad del hombre feliz, de edad casi doble. Ella lo calificaba constantemente de bueno, de extraordinario, de elevado. Lo consideraba sin duda como no era, lo cual significaba que la había engañado sin querer. En la estación comenzaba a oler a otoño y el aire del anochecer era fresco.
“¡Ya es hora de marcharse al Norte! —pensaba Gurov al abandonar el andén—. ¡Ya es hora!”
III
En su casa de Moscú todo había adquirido aspecto invernal: el fuego ardía en las estufas y el cielo, por las mañanas, estaba tan oscuro que el aya, mientras los niños, disponiéndose para ir al colegio, tomaban el té, encendía la luz. Caían las primeras heladas. ¡Es tan grato en el primer día de nieve ir por primera vez en trineo!. ¡Contemplar la tierra blanca, los tejados blancos! ¡Aspirar el aire sosegadamente, en tanto que a la memoria acude el recuerdo de los años de adolescencia!. Los viejos tilos, los abedules, tienen bajo su blanca cubierta de escarcha una expresión bondadosa. Están más cercanos al corazón que los cipreses y las palmeras, y en su proximidad no quiere uno pensar ya en el mar ni en las montañas.
Gurov era moscovita. Regresó a Moscú en un buen día de helada y cuando, tras ponerse la pelliza y los guantes de invierno, se fue a pasear por Petrovka1, así como cuando el sábado, al anochecer, escuchó el sonido de las campanas, aquellos lugares visitados por él durante su reciente viaje perdieron a sus ojos todo encanto. Poco a poco comenzó a sumergirse otra vez en la vida moscovita. Leía ya ávidamente tres periódicos diarios (no los de Moscú, que decía no leer por una cuestión de principio), le atraían los restaurantes, los casinos, las comidas, las jubilaciones.; le halagaba frecuentaran su casa abogados y artistas de fama, jugar a las cartas en el círculo de los médicos con algún eminente profesor y comerse una ración entera de selianka. Un mes transcurriría y el recuerdo de Anna Sergueevna se llenaría de bruma en su memoria (así al menos se lo figuraba), y sólo de vez en vez volvería a verla en sueños, con su sonrisa conmovedora, como veía a las otras.
Más de un mes transcurrió, sin embargo; llegó el rigor del invierno y en su recuerdo permanecía todo tan claro como si sólo la víspera se hubiera separado de Anna Sergueevna. Este recuerdo se hacía más vivo cuando, por ejemplo, en la quietud del anochecer llegaban hasta su despacho las voces de sus niños estudiando sus lecciones, al oír cantar una romanza, cuando percibía el sonido del órgano del restaurante o aullaba la ventisca en la chimenea. Todo entonces resucitaba de pronto en su memoria: la escena del muelle, la mañana temprana, las montañas neblinosas, el vapor de Feodosia, los besos. Recordándolo y sonriendo paseaba largo rato por su habitación, y el recuerdo se hacía luego ensueño, se mezclaba en su mente con imágenes del futuro. Ya no soñaba con Anna Sergueevna. Era ella misma la que le seguía a todas partes como una sombra. Cerraba los ojos y la veía cual viva, más bella, más joven, más tierna y afectuosa de lo que era en realidad. También él se creía mejor de lo que era en Yalta. Durante el anochecer, ella lo miraba desde la librería, desde la chimenea, desde un rincón. Percibía su aliento y el suave roce de su vestido. Por la calle, su vista seguía a todas las mujeres, buscando entre ellas alguna que se le pareciera.
El fuerte deseo de comunicar a alguien su recuerdo comenzaba a oprimirle, pero en su casa no podía hablar de aquel amor, y fuera de ella no tenía con quien expansionarse. No podía hablar de ella con los vecinos ni en el banco. ¿Encerraban algo bello, poético, aleccionador, o simplemente interesante sus sentimientos hacia Anna Sergueevna?. Tenía que limitarse a hablar abstractamente del amor y de las mujeres; pero de manera que nadie pudiera adivinar cuál era su caso, y tan sólo la esposa, alzando las oscuras cejas, solía decirle:
—¡Dimitrii! ¡El papel de fatuo no te va nada bien!
Una noche, al salir del círculo médico con su compañero de partida, el funcionario, no pudiendo contenerse, dijo a éste:
—¡Si supiera usted qué mujer más encantadora conocí en Yalta!
El funcionario, tras acomodarse en el asiento del trineo, que emprendió la marcha, volvió de repente la cabeza y gritó:
—¡Dmitrii Dmitrich!
—¿Qué?
—¡Tenía usted razón antes! ¡El esturión no estaba del todo fresco!
Tan sencillas palabras, sin saber por qué, indignaron a Gurov. Se le antojaban sucias y mezquinas. ¡Qué costumbres salvajes aquellas! ¡Qué gentes! ¡Qué veladas necias! ¡Qué días anodinos y desprovistos de interés! ¡Todo se reducía a un loco jugar a los naipes, a gula, a borracheras, a charlas incesantes sobre las mismas cosas! El negocio innecesario, la conversación sobre repetidos temas absorbía la mayor parte del tiempo y las mejores energías, resultando al fin de todo ello una vida absurda, disforme y sin alas, de la que no era posible huir, escapar, como si se estuviera preso en una casa de locos o en un correccional.
Lleno de indignación, Gurov no pudo pegar los ojos en toda la noche, y el día siguiente lo pasó con dolor de cabeza. Las noches sucesivas durmió también mal y hubo de permanecer sentado en la cama o de pasear a grandes pasos por la habitación. Se aburría con los niños, en el banco, y no tenía gana de ir a ninguna parte ni de hablar de nada.
En diciembre, al llegar las fiestas, hizo sus preparativos de viaje, y diciendo a su esposa que, con motivo de unas gestiones en favor de cierto joven, se veía obligado a ir a Petersburgo, salió para la ciudad de S. Él mismo no sabía lo que hacía. Quería solamente ver a Anna Sergueevna, hablar con ella, organizar una entrevista si era posible.
Llegó a S. por la mañana, ocupando en la fonda una habitación, la mejor, con el suelo alfombrado de paño. Sobre la mesa, y gris de polvo, había un tintero que representaba a un jinete sin cabeza, cuyo brazo levantado sostenía un sombrero. Del portero obtuvo la necesaria información. Los von Dideritz vivían en la calle Staro—Goncharnaia, en casa propia, no lejos de la fonda. Llevaban una vida acomodada y lujosa, tenían caballos de su propiedad y en la ciudad todo el mundo los conocía.
—Dridiritz —pronunciaba el portero.
Gurov se encaminó a paso lento hacia la calle Staro-Goncharnaia en busca de la casa mencionada. Precisamente frente a ésta se extendía una larga cerca gris guarnecida de clavos.
“¡A cualquiera le darían ganas de huir de esta cerca!”, pensó Gurov mirando tan pronto a ésta como a las ventanas. “Hoy es día festivo” seguía cavilando, “y el marido estará en casa seguramente. De todas maneras sería falta de tacto entrar. Una nota pudiera caer en manos del marido y estropearlo todo. Lo mejor será buscar una ocasión.”
Y continuaba paseando por la calle y esperando junto a la cerca aquella ocasión. Desde allí vio cómo un mendigo que atravesaba la puerta cochera era atacado por los perros. Más tarde, una hora después, oyó tocar el piano. Sus sonidos llegaban hasta él, débiles y confusos. Sin duda era Anna Sergueevna la que tocaba. De pronto se abrió la puerta principal dando paso a una viejecita, tras de la que corría el blanco y conocido lulú. Gurov quiso llamar al perro, pero se lo impidieron unas súbitas palpitaciones y el no poder recordar el nombre del lulú.
Siempre paseando, su aborrecimiento por la cerca gris crecía y crecía, y ya excitado, pensaba que Anna Sergueevna se había olvidado de él y se divertía con otro, cosa sumamente natural en una mujer joven, obligada a contemplar de la mañana a la noche aquella maldita cerca. Volviendo a su habitación de la fonda, se sentó en el diván, en el que permaneció largo rato sin saber qué hacer. Después comió y pasó mucho tiempo durmiendo.
“¡Qué necio e intranquilizador es todo esto!” pensó cuando al despertarse fijó la vista en las oscuras ventanas por las que entraba la noche. “Tampoco sé por qué me he dormido ahora. ¿Cómo voy a dormir luego?”
Después, sentado en la cama y arropándose en una manta barata de color gris, semejante a las usadas en los hospitales, decía enojado, burlándose de sí mismo:
“¡Toma dama del perrito!. ¡Toma aventura!. ¡Aquí te estás sentado!”
De pronto pensó en que todavía, por la mañana, en la estación, le había saltado a la vista un cartel con el anuncio en grandes letras de la representación de Geisha. Recordándolo, se dirigió al teatro.
“Es muy probable que vaya a los estrenos”, se dijo.
El teatro estaba lleno. En él, como ocurre generalmente en los teatros de provincia, una niebla llenaba la parte alta de la sala, sobre la araña; el paraíso se agitaba ruidosamente, y en primera fila, antes de empezar el espectáculo, veíase de pie y con las manos a la espalda a los petimetres del lugar. En el palco del gobernador y en el sitio principal, con un boa al cuello, estaba sentada la hija de aquél, que se ocultaba tímidamente tras la cortina, y de la que sólo eran visibles las manos. El telón se movía y la orquesta pasó largo rato afinando sus instrumentos. Los ojos de Gurov buscaban ansiosamente, sin cesar, entre el público que ocupaba sus sitios. Anna Sergueevna entró también. Al verla tomar asiento en la tercera fila, el corazón de Gurov se encogió, pues comprendía claramente que no existía ahora para él un ser más próximo, querido e importante. Aquella pequeña mujer en la que nada llamaba la atención, con sus vulgares impertinentes en la mano, perdida en el gentío provinciano, llenaba ahora toda su vida, era su tormento, su alegría, la única felicidad que deseaba. Y bajo los sonidos de los malos violines de una mala orquesta pensaba en su belleza. Pensaba y soñaba.
Con Anna Sergueevna y tomando asiento a su lado había entrado un joven de patillas cortitas, muy alto y cargado de hombros. Al andar, a cada paso que daba, su cabeza se inclinaba hacia adelante, en un movimiento de perpetuo saludo. Sin duda era éste el marido, al que ella en Yalta, movida por un sentimiento de amargura, había llamado lacayo. En efecto, su larga figura, sus patillas, su calvita, tenían algo de tímido y lacayesco. Su sonrisa era dulce y en su ojal brillaba una docta insignia, que parecía, sin embargo, una chapa de lacayo.
Durante el primer entreacto el marido salió a fumar, quedando ella sentada en la butaca. Gurov, que también tenía su localidad en el patio de butacas, acercándose a ella le dijo con voz forzada y temblorosa y sonriendo:
—¡Buenas noches!
Ella alzó los ojos hacia él y palideció. Después volvió a mirarle, otra vez espantada, como si no pudiera creer lo que veía. Sin duda, luchando consigo misma para no perder el conocimiento, apretaba fuertemente entre las manos el abanico y los impertinentes. Ambos callaban. Ella permanecía sentada. Él, de pie, asustado de aquel azoramiento, no se atrevía a sentarse a su lado. Los violines y la flauta, que estaban siendo afinados por los músicos, empezaron a cantar, pareciéndoles de repente que desde todos los palcos los miraban. He aquí que ella, levantándose súbitamente, se dirigió apresurada hacia la salida. Él la siguió. Y ambos, con paso torpe, atravesaron pasillos y escaleras, tan pronto subiendo como bajando, en tanto que ante sus ojos desfilaban, raudas, gentes con uniformes: unos judiciales, otros correspondientes a instituciones de enseñanza, y todos ornados de insignias. Asimismo desfilaban figuras de damas; el vestuario, repleto de pellizas; mientras el soplo de la corriente les azotaba el rostro con un olor a colillas.
Gurov, que empezaba a sentir fuertes palpitaciones, pensaba:
“¡Oh Dios mío! ¿Para qué existirá toda esta gente? ¿Esta orquesta?”
En aquel momento acudió a su memoria la noche en que había acompañado a Anna Sergueevna a la estación, diciéndose a sí mismo que todo había terminado y que no volverían a verse. ¡Cuán lejos estaban todavía, sin embargo, del fin!
En una sombría escalera provista del siguiente letrero “Entrada al anfiteatro”, ella se detuvo.
—¡Qué susto me ha dado usted! —dijo con el aliento entrecortado y aún pálida y aturdida—. ¡Apenas si vivo! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
—¡Compréndame, Anna! ¡Compréndame! —dijo él de prisa y a media voz—. ¡Se lo suplico! ¡Vámonos!
Ella lo miraba con expresión de miedo, de súplica, de amor. Lo miraba fijamente, como si quisiera grabar sus rasgos de un modo profundo en su memoria.
—¡Sufro tanto! —proseguía sin escucharle—. ¡Durante todo este tiempo sólo he pensado en usted! ¡No he tenido más pensamiento que usted! ¡Quería olvidarle! ¡Oh! ¿Por qué ha venido? ¿Por qué?
En un descansillo de la escalera, a alguna altura sobre ellos, fumaban dos estudiantes, pero a Gurov le resultaba indiferente. Atrayendo hacia sí a Anna Sergueevna, empezó a besarla en el rostro, en las mejillas, en las manos.
—¿Qué hace usted? ¿Qué hace? —decía ella rechazándole presa de espanto—. ¡Estamos locos! ¡Márchese hoy mismo! ¡Ahora mismo! ¡Se lo suplico! ¡Por todo cuanto le es sagrado se lo suplico! ¡Oh! ¡Alguien viene! —alguien subía en efecto por la escalera—. ¡Es preciso que se marche! —proseguía Anna Sergueevna en un murmullo—. ¿Lo oye, Dmitrii Dmitrich? ¡Yo iré a verle a Moscú, pero ahora tenemos que despedirnos, amado mío! ¡Despidámonos!
Estrechándole la mano, empezó a bajar apresuradamente la escalera, pudiendo leerse en sus ojos, cuando volvía la cabeza para mirarle, cuán desgraciada era en efecto.
Gurov permaneció allí algún tiempo, prestando oído; luego, cuando todo quedó silencioso, recogió su abrigo y se marchó al tren.
IV
Y Anna Sergueevna empezó a ir a visitarle a Moscú. Cada dos o tres meses, una vez y diciendo a su marido que tenía que consultar al médico, dejaba la ciudad de S. El marido a la vez le creía y no le creía. Una vez en Moscú, se hospedaba en el hotel Slaviaskii Basar, desde donde enviaba enseguida aviso a Gurov. Éste iba a verla, y nadie en Moscú se enteraba. Una mañana de invierno y acompañando a su hija al colegio, por estar éste en su camino, se dirigía como otras veces a verla (su recado no le había encontrado en casa la víspera). Caía una fuerte nevada.
—Estamos a tres grados sobre cero y nieva —decía Gurov a su hija—. ¡Claro que esta temperatura es sólo la de la superficie de la tierra! ¡En las altas capas atmosféricas es completamente distinta!
—Papá, ¿por qué no hay truenos en invierno?
Gurov le explicó también esto. Mientras hablaba pensaba en que nadie sabía ni sabría, seguramente nunca, nada de la cita a la que se dirigía. Había llegado a tener dos vidas: una, clara, que todos veían y conocían, llena de verdad y engaño condicionales, semejante en todo a la de sus amigos y conocidos; otra, que discurría en el misterio. Por una singular coincidencia, tal vez casual, cuanto para él era importante, interesante, indispensable., en todo aquello en que no se engañaba a sí mismo y era sincero., cuanto constituía la médula de su vida, permanecía oculto a los demás, mientras que lo que significaba su mentira, la envoltura exterior en que se escondía, con el fin de esconder la verdad (por ejemplo, su actividad en el banco, las discusiones del círculo sobre la raza inferior, la asistencia a jubilaciones en compañía de su esposa), quedaba de manifiesto. Juzgando a los demás a través de sí mismo, no daba crédito a lo que veía, suponiendo siempre que en cada persona, bajo el manto del misterio como bajo el manto de la noche, se ocultaba la verdadera vida interesante. Toda existencia individual descansa sobre el misterio y quizá es en parte por eso por lo que el hombre culto se afana tan nerviosamente para ver respetado su propio misterio.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Slavianksii Basar. En el piso bajo se despojó de la pelliza y tras subir las escaleras llamó con nudillos a la puerta. Anna Sergueevna, con su vestido gris, el preferido de él, cansada del viaje y de la espera, le aguardaba desde la víspera por la noche. Estaba pálida; en su rostro, al mirarlo, no se dibujó ninguna sonrisa y apenas lo vio entrar se precipitó a su encuentro, como si hiciera dos años que no se hubieran visto.
—¿Cómo estás? —preguntó él—. ¿Qué hay de nuevo?
—Espera. Ahora te diré. ¡No puedo!
No podía hablar, en efecto, porque estaba llorando. Con la espalda vuelta hacia él, se apretaba el pañuelo contra los ojos.
“La dejaré que llore un poco mientras me siento”, pensó él acomodándose en la butaca.
Luego llamó al timbre y encargó que trajeran el té. Mientras lo bebía, ella, siempre junto a la ventana, le daba la espalda. Lloraba con llanto nervioso, dolorosamente consciente de lo aflictiva que la vida se había hecho para ambos. ¡Para verse habían de ocultarse, de esconderse como ladrones! ¿No estaban acaso deshechas sus vidas?
—No llores más —dijo él.
Para Gurov estaba claro que aquel mutuo amor tardaría en acabar. No se sabía en realidad cuándo acabaría. Anna Sergueevna se ataba a él por el afecto, cada vez más fuertemente. Lo adoraba y era imposible decirle que todo aquello tenía necesariamente que tener un fin. ¡No lo hubiera creído siquiera!
En el momento en que, acercándose a ella, la cogía por los hombros para decirle algo afectuoso, alguna broma, se miró en el espejo.
Su cabeza empezaba a blanquear y se le antojó extraño que los últimos años pudieran haberle envejecido y afeado tanto. Los cálidos hombros sobre los que se posaban sus manos se estremecían. Sentía piedad de aquella vida, tan bella todavía, y, sin embargo, tan próxima ya a marchitarse, sin duda como la suya propia. ¿Por qué le amaba tanto?. Siempre había parecido a las mujeres otra cosa de lo que era en realidad. No era a su verdadera persona a la que éstas amaban, sino a otra, creada por su imaginación y a la que buscaban ansiosamente, no obstante lo cual, descubierto el error, seguían amándole. Ni una sola había sido dichosa con él. Con el paso del tiempo las conocía y se despedía de ellas sin haber ni una sola vez amado. Ahora solamente, cuando empezaba a blanquearle el cabello, sentía por primera vez en su vida un verdadero amor.
El amor de Anna Sergueevna y el suyo era semejante al de dos seres cercanos, al de familiares, al de marido y mujer, al de dos entrañables amigos. Parecíale que la suerte misma les había destinado el uno al otro, resultándoles incomprensible que él pudiera estar casado y ella casada. Eran como el macho y la hembra de esos pájaros errabundos a los que, una vez apresados, se obliga a vivir en distinta jaula. Uno y otro se habían perdonado cuanto de vergonzoso hubiera en su pasado, se perdonaban todo en el presente y se sentían ambos transformados por su amor.
Antes, en momentos de tristeza, intentaba tranquilizarse con cuantas reflexiones le pasaban por la cabeza. Ahora no hacía estas reflexiones. Lleno de compasión, quería ser sincero y cariñoso.
—¡Basta ya, buenecita mía! —le decía a ella—. ¡Ya has llorado bastante! ¡Hablemos ahora y veamos si se nos ocurre alguna idea!
Después invertían largo rato en discutir, en consultarse sobre la manera de liberarse de aquella indispensabilidad de engañar, de esconderse, de vivir en distintas ciudades y de pasar largas temporadas sin verse.
“¿Cómo liberarse, en efecto, de tan insoportables tormentos? ¿Cómo? —se preguntaba él cogiéndose la cabeza entre las manos—. ¿Cómo?”
Y les parecía que pasado algún tiempo más la solución podría encontrarse. Que empezaría entonces una nueva vida maravillosa.
Ambos veían, sin embargo, claramente, que el final estaba todavía muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho más que empezar.
Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (2da parte)
"—¿Cómo surgió la idea de hacer el taller que traerá a Maracaibo?
—Soy profesor de la materia expresión escrita en el Instituto de Comunicación y Creatividad, Icrea. Siempre veíamos que había gente que acudía a nuestros talleres con la intención de buscar catarsis, evasión a través de la escritura. Pero no podía dedicarme a atender eso, porque mi obligación es cumplir ciertos contenidos programáticos, que es que la gente aprenda a escribir.
Entonces, a partir del trabajo de investigadores y estudios importantes que plantean cómo la capacidad de poder crear imágenes y contar historias acerca de lo que nos preocupa, tememos o aspiramos. Es una herramienta poderosa para organizar nuestras vidas, decidí casar las herramientas de escritura creativa con un fin terapéutico.
—¿Cree que una persona puede sanar emocionalmente de esta manera?
—Hay psicólogos que hablan de la idea de escribir para sanar: si una persona escribe de forma extensa acerca de algún problema y luego rompe lo que escribió, en cierto modo encuentra alivio. Pero, cuando eso se une con las herramientas de escritura creativa, es decir, se logra escarbar en el lenguaje para llegar al nivel emocional, ese proceso se potencia mucho más y, si bien no va a ser la panacea para una enfermedad como el cáncer, al menos va a permitir encontrar lo que llamamos un punto de transformación, que es el momento en el cual cada quien comprende su situación de manera lúcida.
Así nació el taller Escribir para sanar, que venimos realizando desde marzo de este año y captó el interés de personas en diferentes partes de Venezuela. Por eso lo estamos dictando.
Vargas Llosa decía que el escritor ha perdido su función de conciencia social, cosa que es cierta. Creo que con Uslar Pietri murió en Venezuela ese intelectual al que se le podía preguntar ‘¿qué opina usted, cuál es el camino que debemos seguir?
—¿Escribiría un guión de telenovela?
—Me interesa. Hace poco estuve como alumno en un taller en Conatel. Me llama la atención el formato de la telenovela, porque creo que se puede renovar. Claro, a veces la gente se queja de la monotonía de los temas, pero también hay que comprender algo: hacer un capítulo puede costar alrededor de 60.000 dólares. Entonces, si está funcionando de una manera, sería una locura arriesgarse a cambiar sin la garantía de recuperar la inversión.
—¿Sobre qué escribiría para una telenovela?
—De lo que no me apartaría como norte general es de lo que dice mi amiga y profesora Carolina Espada, escritora de Mi gorda bella, y que le decía su primo José Ignacio Cabrujas: una telenovela es una gran historia de amor contada en cuotas.
Entonces, sería el tema del amor, pero el real, no el amor de la mujer que se va a embarazar de un tipo para que se case con ella, sino el amor como se vive, de la gente que de repente se quiere casar pero no puede porque no tiene para un apartamento, y ese tipo de cosas que limitan el amor, o la formalización de la relación amorosa."
(Hiram Aguilar Espina para panorama)
—Soy profesor de la materia expresión escrita en el Instituto de Comunicación y Creatividad, Icrea. Siempre veíamos que había gente que acudía a nuestros talleres con la intención de buscar catarsis, evasión a través de la escritura. Pero no podía dedicarme a atender eso, porque mi obligación es cumplir ciertos contenidos programáticos, que es que la gente aprenda a escribir.
Entonces, a partir del trabajo de investigadores y estudios importantes que plantean cómo la capacidad de poder crear imágenes y contar historias acerca de lo que nos preocupa, tememos o aspiramos. Es una herramienta poderosa para organizar nuestras vidas, decidí casar las herramientas de escritura creativa con un fin terapéutico.
—¿Cree que una persona puede sanar emocionalmente de esta manera?
—Hay psicólogos que hablan de la idea de escribir para sanar: si una persona escribe de forma extensa acerca de algún problema y luego rompe lo que escribió, en cierto modo encuentra alivio. Pero, cuando eso se une con las herramientas de escritura creativa, es decir, se logra escarbar en el lenguaje para llegar al nivel emocional, ese proceso se potencia mucho más y, si bien no va a ser la panacea para una enfermedad como el cáncer, al menos va a permitir encontrar lo que llamamos un punto de transformación, que es el momento en el cual cada quien comprende su situación de manera lúcida.
Así nació el taller Escribir para sanar, que venimos realizando desde marzo de este año y captó el interés de personas en diferentes partes de Venezuela. Por eso lo estamos dictando.
Vargas Llosa decía que el escritor ha perdido su función de conciencia social, cosa que es cierta. Creo que con Uslar Pietri murió en Venezuela ese intelectual al que se le podía preguntar ‘¿qué opina usted, cuál es el camino que debemos seguir?
—¿Escribiría un guión de telenovela?
—Me interesa. Hace poco estuve como alumno en un taller en Conatel. Me llama la atención el formato de la telenovela, porque creo que se puede renovar. Claro, a veces la gente se queja de la monotonía de los temas, pero también hay que comprender algo: hacer un capítulo puede costar alrededor de 60.000 dólares. Entonces, si está funcionando de una manera, sería una locura arriesgarse a cambiar sin la garantía de recuperar la inversión.
—¿Sobre qué escribiría para una telenovela?
—De lo que no me apartaría como norte general es de lo que dice mi amiga y profesora Carolina Espada, escritora de Mi gorda bella, y que le decía su primo José Ignacio Cabrujas: una telenovela es una gran historia de amor contada en cuotas.
Entonces, sería el tema del amor, pero el real, no el amor de la mujer que se va a embarazar de un tipo para que se case con ella, sino el amor como se vive, de la gente que de repente se quiere casar pero no puede porque no tiene para un apartamento, y ese tipo de cosas que limitan el amor, o la formalización de la relación amorosa."
(Hiram Aguilar Espina para panorama)
miércoles, septiembre 20, 2006
Una entrevista: Jesús Nieves Montero en el diario Panorama de Maracaibo (1era parte)
"“Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir un artículo”, explica Nieves. “Con Uslar Pietri murió el intelectual al que se le podía preguntar ‘¿cuál es el camino que debemos seguir?”, reflexiona. “Escribir es recrear la vida, explorar la realidad de otra forma”.
Jesús Daniel Nieves es un joven de 29 años, atrapado entre las letras. En 1996, cayó en las redes del oficio, cuando un amigo le invitó a escribir para un periódico universitario.
Nació en Cabimas y vive en Caracas, estudió primaria en México, donde estaba trabajando su madre, la experta en radiología Carmen de Nieves. Contar historias corre por sus venas; es hijo del periodista Onofre Nieves.
En él se halla una fuerte convicción de responsabilidad social, que le sugirió aplicar las letras en beneficio de los demás. Con el taller Escribir para sanar quiere recorrer el país. Cree que es posible transformar la vida de mucha gente. Mañana estará en Maracaibo para traer sus conocimientos al Centro Holístico Ailuz.
—¿Cómo nació su vocación para escribir?
—En 1996 se me encargó hacer un artículo en la Universidad Metropolitana, donde estudiaba administración, y se me ocurrió hacer un relato. Me gustó la experiencia y comencé a tomar talleres literarios, y fue cuando en realidad me empecé a interesar por la escritura. Mi vocación nace por la admiración de los modelos de los grandes libros y de ese pequeño juego, ese pequeño experimento del año 96, que luego se fue modelando a través de experiencias teóricas o académicas.
En esa época, estudiaba también derecho en la Universidad Santa María. Abandoné derecho y culminé administración; necesitaba tiempo para la escritura.
—¿Sobre qué tema versó ese primer trabajo?
—Era un relato llamado Olvidar el olvido, sobre el amor y el perdón. Igualmente, los relatos que vinieron después, entre el 96 y el 98, se juntaron con éste y formaron parte de mi primer libro, Casi un juego.
Se aborda el tema de las relaciones de pareja, igual que en mi segundo libro, Juegos de perdón. Se habla del remordimiento, del resentimiento. En mis relatos hay personajes que necesitan o creen necesitar el perdón de sí mismos o de su entorno.
—¿Escribir es un “juego”?
—Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir ese artículo para el periódico de la universidad, y ni siquiera escribí sobre lo que se me pidió. Era sobre el hecho de estudiar dos carreras a la vez, derecho y administración. Fue el primer juego, y luego quise seguir escribiendo
A partir de allí, la escritura me ha parecido un juego elegante, en el cual uno va adquiriendo las reglas a medida que va escribiendo y leyendo. Es una manera de recrear la vida, de explorar la realidad de otra forma. Entonces, en ese sentido siempre me he mantenido fiel a darle el calificativo de ‘juego’ al oficio de escribir."
(Hiram Aguilar Espina para panorama)
Jesús Daniel Nieves es un joven de 29 años, atrapado entre las letras. En 1996, cayó en las redes del oficio, cuando un amigo le invitó a escribir para un periódico universitario.
Nació en Cabimas y vive en Caracas, estudió primaria en México, donde estaba trabajando su madre, la experta en radiología Carmen de Nieves. Contar historias corre por sus venas; es hijo del periodista Onofre Nieves.
En él se halla una fuerte convicción de responsabilidad social, que le sugirió aplicar las letras en beneficio de los demás. Con el taller Escribir para sanar quiere recorrer el país. Cree que es posible transformar la vida de mucha gente. Mañana estará en Maracaibo para traer sus conocimientos al Centro Holístico Ailuz.
—¿Cómo nació su vocación para escribir?
—En 1996 se me encargó hacer un artículo en la Universidad Metropolitana, donde estudiaba administración, y se me ocurrió hacer un relato. Me gustó la experiencia y comencé a tomar talleres literarios, y fue cuando en realidad me empecé a interesar por la escritura. Mi vocación nace por la admiración de los modelos de los grandes libros y de ese pequeño juego, ese pequeño experimento del año 96, que luego se fue modelando a través de experiencias teóricas o académicas.
En esa época, estudiaba también derecho en la Universidad Santa María. Abandoné derecho y culminé administración; necesitaba tiempo para la escritura.
—¿Sobre qué tema versó ese primer trabajo?
—Era un relato llamado Olvidar el olvido, sobre el amor y el perdón. Igualmente, los relatos que vinieron después, entre el 96 y el 98, se juntaron con éste y formaron parte de mi primer libro, Casi un juego.
Se aborda el tema de las relaciones de pareja, igual que en mi segundo libro, Juegos de perdón. Se habla del remordimiento, del resentimiento. En mis relatos hay personajes que necesitan o creen necesitar el perdón de sí mismos o de su entorno.
—¿Escribir es un “juego”?
—Comencé a escribir como un juego, por la petición de escribir ese artículo para el periódico de la universidad, y ni siquiera escribí sobre lo que se me pidió. Era sobre el hecho de estudiar dos carreras a la vez, derecho y administración. Fue el primer juego, y luego quise seguir escribiendo
A partir de allí, la escritura me ha parecido un juego elegante, en el cual uno va adquiriendo las reglas a medida que va escribiendo y leyendo. Es una manera de recrear la vida, de explorar la realidad de otra forma. Entonces, en ese sentido siempre me he mantenido fiel a darle el calificativo de ‘juego’ al oficio de escribir."
(Hiram Aguilar Espina para panorama)
domingo, septiembre 10, 2006
Otro ejercicio de puntuación
Visión de reojo*
La verdá la verdá me plantó la mano en el culo y yo estaba apunto de pegarle gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse buen muchacho después de todo me dije quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su mano izquierda hace traté de correrme al interior del coche --porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear-pero cada vez subían más pasajeros y no había forma mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie yo me ponía nerviosa él también pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada no fuera a creer que me estaba gustando imposible correrme y eso que me sacudía decidí entonces tomarme la revancha y a la vez le planté la mano en el culo a él pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su mano a empujones los que me bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas parecía cariñoso y muy desprendido.
*Luisa Valenzuela
La verdá la verdá me plantó la mano en el culo y yo estaba apunto de pegarle gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse buen muchacho después de todo me dije quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su mano izquierda hace traté de correrme al interior del coche --porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear-pero cada vez subían más pasajeros y no había forma mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie yo me ponía nerviosa él también pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada no fuera a creer que me estaba gustando imposible correrme y eso que me sacudía decidí entonces tomarme la revancha y a la vez le planté la mano en el culo a él pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su mano a empujones los que me bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas parecía cariñoso y muy desprendido.
*Luisa Valenzuela
martes, septiembre 05, 2006
Un relato para el ejercicio de puntuación
Crianzas*
Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací) de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies cloquear toser pensar como una vieja no entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja tal descubrimiento me llena de horror por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia de manera que en seguida recupera sus veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña por lo cual nos entendemos perfectamente no insisto en crecer porque sé que es inútil para nosotras dos el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr moriré de cinco años y ella de veinticinco a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.
*Cristina Peri Rossi
Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací) de ahí que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies cloquear toser pensar como una vieja no entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano.
Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja tal descubrimiento me llena de horror por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia de manera que en seguida recupera sus veinticinco años.
Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña por lo cual nos entendemos perfectamente no insisto en crecer porque sé que es inútil para nosotras dos el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr moriré de cinco años y ella de veinticinco a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.
*Cristina Peri Rossi
lunes, septiembre 04, 2006
Relato de María Eugenia
EL VIEJO QUE MIRABA TRISTE
Cuando una misma rutina se repite día tras otro, de lunes a viernes, a veces sábados y domingos, la percepción de las cosas también se vuelve rutinaria. La misma hora de salida, el mismo tren, los mismos trayectos, las mismas distancias, a veces hasta los mismos pensamientos. En los primeros momentos de las rutinas todavía se pueden percibir aquellos hechos que resaltan por no repetirse mecánicamente: alguien que sostiene la mirada en el metro, la asombrosa agilidad de un carterista asegurando su futuro próximo a costa de una incauta turista, o la extraña voz de la mujer de Rumania pidiendo dinero por favor disculpen las molestias para comprar leche y pañales. Siempre leche y pañales, sólo leche y pañales. 15 kilos de sobrepeso alimentados de calcio y algodón. Pero después el acento y el discurso de la señora se repiten casi exactos en al menos 5 señoras más aquejadas de los mismos problemas, la mirada en el metro se desvía de soledad al no encontrar ojos dignos dispuestos a sostener un diálogo silencioso, y hasta la habilidad del carterista se vuelve cosa de rutina. Ya no diaria, pero al menos presenciada con cierta frecuencia. Así el viernes ya es imposible recordar si la lluvia fue el lunes o el martes. El miércoles, tal vez.
La rutina de Eva sigue siendo sencilla: dormir hasta tarde, almorzar en casa, tomar el tren de las dos, media hora de lectura hasta la universidad, tres horas de clases, media hora de forzada socialización con los compañeros de estudios que coinciden en el mismo tren, de repetir las mismas conversaciones triviales –que mala la clase, qué tenemos mañana- intentando apartar la mente del cuento que se está acabando contando los minutos para llegar a casa y poder finalmente conocer el desenlace. Llegar a casa comer televisión y de nuevo dormir hasta tarde al día siguiente.
Al principio notaba los detalles. El paisaje desde el tren, la conversación íntima de las dos amigas del asiento de atrás y hasta la rápidas miradas del chico que en el asiento del frente hace como si estuviera concentrado en la lectura de su revista.
Con los chicos del frente siempre pasa hasta que una se acostumbra. Cuesta para que te toque uno guapo y de tu generación pero cuando al fin sucede siempre te mira. La primera suele ser cuando te sientas frente a él (o él frente a ti si llegó más tarde). Esa es la decisiva. De ahí en adelante puede que no mire más o por el contrario que se pase todo el trayecto acomodándose en el asiento significando cada acomodada una nueva y rápida evaluación. Como si el movimiento escondiera las intenciones. Las primeras veces siempre esperas algún acercamiento. El trayecto se hace más corto, las estaciones ni se sienten, hasta que uno de los dos llega a su estación. Generalmente es él quien se baja primero. Día tras día se repiten las tristes despedidas de un cualquier cosa que no pudo ser pero que estuvo tan cerca. Ya Eva no estaba en los primeros días, había aprendido a no esperar nada. Por eso cuando él se sentó en el asiento del frente y sacó el periódico del maletín mientras sus ojos daban una vuelta de reconocimiento, ella ni se molestó en devolverle la mirada. Instintivamente volteó hacia el lado opuesto y fue cuando vio al otro.
El otro estaba de pie y tenía la mirada triste. Esa mirada llena de recuerdos que sólo se consigue después de una considerable cantidad de años de vida. Si bien a los jóvenes de su edad solía no mirarlos, a los ancianos a los niños y a los perros sí se permitía estudiarlos minuciosamente, siempre que no se dieran cuenta. A las mujeres también las veía pero esas siempre atrapan una mirada en cuestión de segundos.
A los chicos guapos se negaba a verlos para evitar recibir esa expresión de superioridad característica de los más mirados. Y a los menos favorecidos tampoco porque siempre se mostraban tan impresionados de haber sido digno objeto de una mirada femenina y joven que enseguida buscaban conversación o en el mejor de los casos se quedaban el resto del trayecto mirando idiotizados a ver si el milagro se repetía. A los niños sí se los podía ver en el tren, incluso jugar con ellos: nunca aguantan la mirada mucho tiempo pero siempre la devuelven. Aunque uno termina de dejar de mirarlos a ellos también a no ser que se tenga la intención de pasar quince estaciones más jugando al escondite de miradas con el niño y al intercambio de sonrisas corteses con la madre. Los ancianos siempre eran los más fáciles de mirar, tan sumidos en su pasado que el presente parecía ser sólo un futuro recuerdo. Quizás por eso Eva no quiso volver al chico del frente una vez que se encontró con el otro.
Tampoco volvió a la lectura. Como hipnotizada se perdió en cada huella del tiempo marcada en esa piel, en esos ojos que seguían viendo al vacío a través de la ventana sin percatarse de su mirada. Unos ojos tristes. Trató de imaginar lo que estaría pensando, incluso lo imaginó unos años atrás y por primera vez un anciano le pareció sexualmente deseable. Apartó de inmediato ese mal pensamiento. Desear a un anciano debería ser una perversión sexual tan deleznable como corromper a un menor. Hay dos edades en el hombre que marcan el principio y el final socialmente aceptables de su vida sexual. Y éste ya había cruzado la meta hacía una buena cantidad de años. Pero Eva no podía dejar de mirar. Había algo en ese rostro, algo en esa mirada...Cuando él volteó y se encontró con sus ojos, ya ella estaba en un sueño que parecía un recuerdo y su mirada no pudo responder...
Cuando sus párpados se levantaron después de mucho esfuerzo, notó que su cabeza descansaba en un montón de almohadas desacomodadas por el peso y el tiempo. Las sábanas sudadas se pegaban a su piel. Hacía calor pero el médico le había prohibido desarroparse. La poca luz sólo le permitía ver el vaso de agua en la mesita de noche y los frascos llenos de medicinas. Comenzaba a amanecer. No sabía cuánto tiempo llevaba en cama. Después del golpe los recuerdos eran como páginas sueltas de un libro descosido. Sólo él aparecía en cada fragmento de memoria. Con los primeros rayos del sol pudo ver su silueta durmiendo mal acomodada en la mecedora de la esquina. Siempre en la esquina, siempre velando. Sólo se tenían el uno al otro.
Reconoció el dormitorio, los retratos de la pared, el cristo encima de la ventana. Supo por su respiración que él acababa de despertar, lo sintió levantarse, acercarse a la cama, sonreírle y servirle un vaso de agua. Se reconoció a si misma en otro cuerpo y tuvo la certeza de reconocerlo a él. Treinta años menos pero la misma mirada. La misma manera de llorar con un llanto que mira al vacío y no deja salir las lágrimas. Los mismos ojos tristes del que presiente la soledad, del que mira adelante y sólo ve una interminable agonía, una fecha que marcará el inicio de una ausencia definitiva y un infinito camino en solitario.
El momento de su muerte no lo pudo recordar. Recuerda los ojos de él inclinados sobre su rostro y por primera vez una lágrima, y otra, y un beso tibio y salado que no pudo devolver. No sabe qué vino primero, si la muerte o ese último beso; pero ya daba igual. El se quedaba solo y ella, ella ya no podía recordar más. Todo era negro. Al silencio le ganó el mecánico sonido de las ruedas sobre los rieles. No quería abrir los ojos. Su concentración dio paso a las diversas conversaciones de fondo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Próxima estación Grácia. La misma voz de todos los días. El tren se detuvo. Se abrieron las puertas. Era su parada pero la dejaría pasar. No quería perder ese momento, ese único momento ajeno a su rutina. Un timbre anunció que ya era tarde para subir o bajar. Pronto las puertas se cerrarían. ¿habría bajado? Seguramente era también su estación. Con temor abrió los ojos. El tren retomó la marcha. Aliviada, quizás incluso feliz, Eva notó que él permanecía dentro del tren. Su mirada seguía perdida, aún no había encontrado la de ella.
Quería acercarse, preguntarle en qué pensaba, saber por qué parecía tan triste, conocerlo, acercarse y preguntarle disculpe, usted por casualidad perdió a su mujer hace unos 20 años? Y se volvió a casar? Quería afrontarlo, saber si sería capaz de aceptar un no, llevo 60 años de casado con mi actual mujer, como respuesta. Quería lograr que la mirara a los ojos, que desapareciera su mirada triste. No pensó en lo que podría pasar después. Tampoco le interesaba. Sólo quería comprobar que acababa de tener un recuerdo con forma de sueño. Próxima estación Provença. No, él no bajaría hasta Plaza Catalunya. Quedaba una estación. Al oír el anuncio, la mujer sentada frente a él se levantó. Sin mirar hacia los lados para no sentirse en la necesidad de dar explicaciones, Eva cambió de asiento. No pensó en las arrugas, en los casi sesenta años de más y miró directo a los ojos. Imposible escapar esta vez. El le devolvió la mirada y con una sonrisa cortés y una respetuosa inclinación de cabeza se levantó y salió con su mirada triste que nunca mira hacia atrás.
Cuando una misma rutina se repite día tras otro, de lunes a viernes, a veces sábados y domingos, la percepción de las cosas también se vuelve rutinaria. La misma hora de salida, el mismo tren, los mismos trayectos, las mismas distancias, a veces hasta los mismos pensamientos. En los primeros momentos de las rutinas todavía se pueden percibir aquellos hechos que resaltan por no repetirse mecánicamente: alguien que sostiene la mirada en el metro, la asombrosa agilidad de un carterista asegurando su futuro próximo a costa de una incauta turista, o la extraña voz de la mujer de Rumania pidiendo dinero por favor disculpen las molestias para comprar leche y pañales. Siempre leche y pañales, sólo leche y pañales. 15 kilos de sobrepeso alimentados de calcio y algodón. Pero después el acento y el discurso de la señora se repiten casi exactos en al menos 5 señoras más aquejadas de los mismos problemas, la mirada en el metro se desvía de soledad al no encontrar ojos dignos dispuestos a sostener un diálogo silencioso, y hasta la habilidad del carterista se vuelve cosa de rutina. Ya no diaria, pero al menos presenciada con cierta frecuencia. Así el viernes ya es imposible recordar si la lluvia fue el lunes o el martes. El miércoles, tal vez.
La rutina de Eva sigue siendo sencilla: dormir hasta tarde, almorzar en casa, tomar el tren de las dos, media hora de lectura hasta la universidad, tres horas de clases, media hora de forzada socialización con los compañeros de estudios que coinciden en el mismo tren, de repetir las mismas conversaciones triviales –que mala la clase, qué tenemos mañana- intentando apartar la mente del cuento que se está acabando contando los minutos para llegar a casa y poder finalmente conocer el desenlace. Llegar a casa comer televisión y de nuevo dormir hasta tarde al día siguiente.
Al principio notaba los detalles. El paisaje desde el tren, la conversación íntima de las dos amigas del asiento de atrás y hasta la rápidas miradas del chico que en el asiento del frente hace como si estuviera concentrado en la lectura de su revista.
Con los chicos del frente siempre pasa hasta que una se acostumbra. Cuesta para que te toque uno guapo y de tu generación pero cuando al fin sucede siempre te mira. La primera suele ser cuando te sientas frente a él (o él frente a ti si llegó más tarde). Esa es la decisiva. De ahí en adelante puede que no mire más o por el contrario que se pase todo el trayecto acomodándose en el asiento significando cada acomodada una nueva y rápida evaluación. Como si el movimiento escondiera las intenciones. Las primeras veces siempre esperas algún acercamiento. El trayecto se hace más corto, las estaciones ni se sienten, hasta que uno de los dos llega a su estación. Generalmente es él quien se baja primero. Día tras día se repiten las tristes despedidas de un cualquier cosa que no pudo ser pero que estuvo tan cerca. Ya Eva no estaba en los primeros días, había aprendido a no esperar nada. Por eso cuando él se sentó en el asiento del frente y sacó el periódico del maletín mientras sus ojos daban una vuelta de reconocimiento, ella ni se molestó en devolverle la mirada. Instintivamente volteó hacia el lado opuesto y fue cuando vio al otro.
El otro estaba de pie y tenía la mirada triste. Esa mirada llena de recuerdos que sólo se consigue después de una considerable cantidad de años de vida. Si bien a los jóvenes de su edad solía no mirarlos, a los ancianos a los niños y a los perros sí se permitía estudiarlos minuciosamente, siempre que no se dieran cuenta. A las mujeres también las veía pero esas siempre atrapan una mirada en cuestión de segundos.
A los chicos guapos se negaba a verlos para evitar recibir esa expresión de superioridad característica de los más mirados. Y a los menos favorecidos tampoco porque siempre se mostraban tan impresionados de haber sido digno objeto de una mirada femenina y joven que enseguida buscaban conversación o en el mejor de los casos se quedaban el resto del trayecto mirando idiotizados a ver si el milagro se repetía. A los niños sí se los podía ver en el tren, incluso jugar con ellos: nunca aguantan la mirada mucho tiempo pero siempre la devuelven. Aunque uno termina de dejar de mirarlos a ellos también a no ser que se tenga la intención de pasar quince estaciones más jugando al escondite de miradas con el niño y al intercambio de sonrisas corteses con la madre. Los ancianos siempre eran los más fáciles de mirar, tan sumidos en su pasado que el presente parecía ser sólo un futuro recuerdo. Quizás por eso Eva no quiso volver al chico del frente una vez que se encontró con el otro.
Tampoco volvió a la lectura. Como hipnotizada se perdió en cada huella del tiempo marcada en esa piel, en esos ojos que seguían viendo al vacío a través de la ventana sin percatarse de su mirada. Unos ojos tristes. Trató de imaginar lo que estaría pensando, incluso lo imaginó unos años atrás y por primera vez un anciano le pareció sexualmente deseable. Apartó de inmediato ese mal pensamiento. Desear a un anciano debería ser una perversión sexual tan deleznable como corromper a un menor. Hay dos edades en el hombre que marcan el principio y el final socialmente aceptables de su vida sexual. Y éste ya había cruzado la meta hacía una buena cantidad de años. Pero Eva no podía dejar de mirar. Había algo en ese rostro, algo en esa mirada...Cuando él volteó y se encontró con sus ojos, ya ella estaba en un sueño que parecía un recuerdo y su mirada no pudo responder...
Cuando sus párpados se levantaron después de mucho esfuerzo, notó que su cabeza descansaba en un montón de almohadas desacomodadas por el peso y el tiempo. Las sábanas sudadas se pegaban a su piel. Hacía calor pero el médico le había prohibido desarroparse. La poca luz sólo le permitía ver el vaso de agua en la mesita de noche y los frascos llenos de medicinas. Comenzaba a amanecer. No sabía cuánto tiempo llevaba en cama. Después del golpe los recuerdos eran como páginas sueltas de un libro descosido. Sólo él aparecía en cada fragmento de memoria. Con los primeros rayos del sol pudo ver su silueta durmiendo mal acomodada en la mecedora de la esquina. Siempre en la esquina, siempre velando. Sólo se tenían el uno al otro.
Reconoció el dormitorio, los retratos de la pared, el cristo encima de la ventana. Supo por su respiración que él acababa de despertar, lo sintió levantarse, acercarse a la cama, sonreírle y servirle un vaso de agua. Se reconoció a si misma en otro cuerpo y tuvo la certeza de reconocerlo a él. Treinta años menos pero la misma mirada. La misma manera de llorar con un llanto que mira al vacío y no deja salir las lágrimas. Los mismos ojos tristes del que presiente la soledad, del que mira adelante y sólo ve una interminable agonía, una fecha que marcará el inicio de una ausencia definitiva y un infinito camino en solitario.
El momento de su muerte no lo pudo recordar. Recuerda los ojos de él inclinados sobre su rostro y por primera vez una lágrima, y otra, y un beso tibio y salado que no pudo devolver. No sabe qué vino primero, si la muerte o ese último beso; pero ya daba igual. El se quedaba solo y ella, ella ya no podía recordar más. Todo era negro. Al silencio le ganó el mecánico sonido de las ruedas sobre los rieles. No quería abrir los ojos. Su concentración dio paso a las diversas conversaciones de fondo. ¿Cuánto tiempo había pasado? Próxima estación Grácia. La misma voz de todos los días. El tren se detuvo. Se abrieron las puertas. Era su parada pero la dejaría pasar. No quería perder ese momento, ese único momento ajeno a su rutina. Un timbre anunció que ya era tarde para subir o bajar. Pronto las puertas se cerrarían. ¿habría bajado? Seguramente era también su estación. Con temor abrió los ojos. El tren retomó la marcha. Aliviada, quizás incluso feliz, Eva notó que él permanecía dentro del tren. Su mirada seguía perdida, aún no había encontrado la de ella.
Quería acercarse, preguntarle en qué pensaba, saber por qué parecía tan triste, conocerlo, acercarse y preguntarle disculpe, usted por casualidad perdió a su mujer hace unos 20 años? Y se volvió a casar? Quería afrontarlo, saber si sería capaz de aceptar un no, llevo 60 años de casado con mi actual mujer, como respuesta. Quería lograr que la mirara a los ojos, que desapareciera su mirada triste. No pensó en lo que podría pasar después. Tampoco le interesaba. Sólo quería comprobar que acababa de tener un recuerdo con forma de sueño. Próxima estación Provença. No, él no bajaría hasta Plaza Catalunya. Quedaba una estación. Al oír el anuncio, la mujer sentada frente a él se levantó. Sin mirar hacia los lados para no sentirse en la necesidad de dar explicaciones, Eva cambió de asiento. No pensó en las arrugas, en los casi sesenta años de más y miró directo a los ojos. Imposible escapar esta vez. El le devolvió la mirada y con una sonrisa cortés y una respetuosa inclinación de cabeza se levantó y salió con su mirada triste que nunca mira hacia atrás.
Una nueva propuesta de programa para el segundo nivel del taller
Este fin de semana estuve pensando y repensando y se me ocurrió una nueva fórmula en caso de que, como habíamos hablado, nos animemos para una segunda parte.
La idea en general del taller sería la siguiente: cada sesión tendríamos un tema que tocaríamos a través de un ejercicio a desarrollar en la propia clase y ustedes, paralelamente en sus casas, irían desarrollando su(s) relato(s) de acuerdo a su ritmo e intentando utilizar las herramientas que trabajaríamos en los ejercicios.
Entonces, acá va:
1)El diálogo: ejercicios sobre la posición de la atribución del diálogo, la forma de atribución, la tensión en el diálogo y la información "de contrabando"
2)La construcción del párrafo: ejercicios para determinar la idea principal del párrafo y para desplazar el énfasis entre los elementos del mismo
3)Construcción de personajes: el diálogo interno como forma de conocer al personaje y el fortalecimiento del conflicto á partir de la sicología del personaje.
4)La acción y la descripción: el arte de explorar la acción narrada y de describir, analizar o explicarla.
5)El poder de la imagen: la creación de imágenes y símbolos para potenciar la ficción a partir de imágenes personales e imágenes para los personajes.
6)Explorar la memoria: ejercicios para determinar las principales sensaciones que emplea nuestra memoria para utilizarlas en la creación de situaciones y personajes
7)La descripción dinámica: una forma de proveer los detalles de la descripción a partir de otros elementos narrativos como la acción o el diálogo
8)Repensar las historias: una forma de analizar y reescribir historias que son de conocimiento público para estimular la creatividad y evitar caer en el lugar común.
La idea en general del taller sería la siguiente: cada sesión tendríamos un tema que tocaríamos a través de un ejercicio a desarrollar en la propia clase y ustedes, paralelamente en sus casas, irían desarrollando su(s) relato(s) de acuerdo a su ritmo e intentando utilizar las herramientas que trabajaríamos en los ejercicios.
Entonces, acá va:
1)El diálogo: ejercicios sobre la posición de la atribución del diálogo, la forma de atribución, la tensión en el diálogo y la información "de contrabando"
2)La construcción del párrafo: ejercicios para determinar la idea principal del párrafo y para desplazar el énfasis entre los elementos del mismo
3)Construcción de personajes: el diálogo interno como forma de conocer al personaje y el fortalecimiento del conflicto á partir de la sicología del personaje.
4)La acción y la descripción: el arte de explorar la acción narrada y de describir, analizar o explicarla.
5)El poder de la imagen: la creación de imágenes y símbolos para potenciar la ficción a partir de imágenes personales e imágenes para los personajes.
6)Explorar la memoria: ejercicios para determinar las principales sensaciones que emplea nuestra memoria para utilizarlas en la creación de situaciones y personajes
7)La descripción dinámica: una forma de proveer los detalles de la descripción a partir de otros elementos narrativos como la acción o el diálogo
8)Repensar las historias: una forma de analizar y reescribir historias que son de conocimiento público para estimular la creatividad y evitar caer en el lugar común.
Relato de Itala
PRIMERA PARTE
Si he de ser sincero tengo que confesar, por mucho que lo hubiera pensado, jamás imaginé que ese veintitrés de noviembre llegaría a ser un día crucial el resto de mi vida. Todo acaeció cuando esa fecha, justo un mes después de recibirme de médico cirujano y luego de las tradicionales celebraciones familiares, recibí una carta de Isabel Clemencia, mi tía paterna, casada, la cual recuerdo residía en Puerto Rico, excusándose por no haber podido asistir a mi graduación. Solicitándome al mismo tiempo que antes de viajar a la ciudad de Boston, en U.S.A donde pensaba realizar una especialización en cardiología, pasara por su casa en Cayey, distante tan solo a cuarenta y cinco minutos de la ciudad de San Juan, capital de la hermosa isla, pernoctando en ella al menos quince días. Cuando comuniqué a mi progenitor sobre la invitación recibida, sus ojos de por si pequeños amenazaron por un instante con desaparecer bajo sus cansados párpados. Y cuando me abrazó con todo ese amor que solo un padre amantísimo es capaz de trasmitir, diciéndome:
-Dale un gran beso de mi parte. ¡Pero solo uno!.- yo le correspondí con un efusivo beso en la mejilla que creí sentir humedecida.
SEGUNDA PARTE
Una semana después me encontraba en la exuberante isla lleno de incertidumbres. Mi padre no me había dado mayores detalles sobre Isabel. Ni tampoco yo me atreví a preguntarle. Lo único que recordaba, es que era la tercera y única hembra de los cuatro hermanos que integraban la familia Contreras Falcón, de los cuales él era el mayor. Siendo muy joven, apenas de dieciséis años se había casado con un ingeniero cubano de forma verdaderamente insólita y romántica. Mi progenitor, quien era un hombre tradicional y sumamente apegado a la familia, gustaba siempre hablarnos tanto de su infancia como de sus hermanos. Pero cuando se refería a Isabel Clemencia, sus ojos siempre se humedecían, manifestándonos de seguida odiaba la distancia por que convertía en extraños la familia. Supe tiempo después, que entre ellos había siempre existido una estrecha relación y afinidad. Ahora convertida en gratos recuerdos y nada más.
Pensando conocer mejor esta hermosa isla, decidí no avisar a Isabel de mi llegada, sino al menos cinco días después de mi pernocta. Luego de rentar un automóvil y visitar San Juan, la mayor ciudad de la isla, recordando gratamente tanto el calor de su gente como su música, me dirigí a las ciudades de Ponce y Mayaguéz, para finalmente tal y como lo había previsto, disponerme a visitar dos días después, la casa de campo llamada "Paraíso" habitada por Isabel en el pueblo de Cayey. Ubicado en la parte centroriental de la isla, tomado por montañas originalmente erosionadas. Ahora cubiertas de bosque tropical y zonas todavía rocosas. La cual podía observar durante mi ascenso a la colina en medio de una serpenteante ruta de perfumados caminos, admirando la exuberante vegetación a medidas que iba ascendiendo. A tiempo que una cortina de niebla y frío se hacía cada vez más presente. Escuchándose el incesante croar de las "coquís", las cuales suelen siempre darnos la bienvenida haciendo las delicias de los visitantes y contribuyendo a acentuar el encantó irresistiblemente bucólico de esta verdadera isla del Edén.
Raudo como si persiguiera el viento, se deslizaba el vehículo sin tropiezos por la carretera que se abría a mi paso surcada a los lados por hileras de silenciosos y alados pinos. Algunas veces solía asomar la cabeza por la ventanilla del automóvil dejando que el viento acariciara mi pelo. Otras, aspiraba con verdadero deleite un fuerte olor sumamente agradable, salvaje y selvático, mezcla de mastranto y cilantrillo que me reconfortaba y hacía reconciliarme conmigo mismo. Con todo lo que era y todo cuanto había sido, causándome verdadero placer.
TERCERA PARTE
Al cabo de cierto tiempo, una hora para ser exacto, divisé a lo lejos lo que debería ser y efectivamente era el "Paraíso". Siendo sustituido para ese entonces el camino, por una estrecha vereda privada, en la cual las blancas margaritas, el violáceo de las hortensias y las amarillas flor de día, diseminadas por todas partes, parecían darme la más calurosa bienvenida, mostrando coquetamente la variedad de su coloratura. Y en cuanto me adentré con el automóvil por un espacioso jardín que parecía arropar celosamente la regia casona, en dirección al garaje, una inmensa sonrisa salió a mi encuentro dándome la más maravillosa acogida de la cual tenga recuerdo. Apresuradamente, adelantándome, salí al encuentro de la tía Isabel Clemencia con ambas manos extendidas para recibirla y estrecharla contra mi pecho, pues más que una mujer, se asemejaba a una aparición, a la "Quinta Sinfonía" de Beethoven, al esplendoroso arco iris que aquella mañana lucía más luminoso que nunca. Más, en ese mágico momento el tiempo se detuvo con tal fuerza, que mi corazón amenazó con detenerse. Fué un instante fugaz en el cual a mis sentidos y alborozado espíritu le fué permitido contemplar tal hermosura de mujer. No se trataba precisamente de que me hallara en presencia de una bellísima fémina, la cual era, sin duda. Sino, de algo intangible, casi etéreo que percibía en el ambiente y el cual me había acompañado durante todo el viaje. Y por sobre todo ahora, al contemplarla a ella. Cuando la química, la empatía, el agrado y sorpresa de ambos, impregnaba el ambiente.
Mirándola a hurtadillas y aparentando no hacerlo ante el temor de ser sorprendido por ella, observé que vestía con gran sencillez no exenta de elegancia. Sus cabellos, rubios y lacios sin afectación alguna, apenas recogidos y atados en perfecto desorden con una cinta escarlata, dejaban descubiertas tanto su sensual nuca como su amplia y despejada frente. La figura estilizada y de finos ademanes denotaban su cultivada educación. Siendo su hablar tranquilo y pausado, lo que logro sacarme de mi anodada abstracción.
PRIMERA ESCENA:
- ¡Bienvenido a casa, Ignacio Enrique. ! Qué alegría ¡No sabes cuanto placer me produce hayas aceptado mi invitación. Quisiera te sientas totalmente a gusto y en completa libertad para hacer cuanto te apetezca. Deseo me comentes acerca de tus futuros planes. De mi queridísimo hermano José Gabriel. Así como del resto de la familia.
- ¡Gracias, gracias… querida tía, por este recibimiento tan inesperado!. Papá siempre te recuerda y me rogó encarecidamente te diera en su nombre y en el de todos, un beso ¡Solo uno!.- Acoté picaramente, mientras me acercaba y estampaba en su mejilla lo ofrecido. A tiempo que aspiraba al acercársemele la fragancia con olor a madreselva que exudaba de su cuerpo. Acto seguido, ella tomándome familiarmente del brazo, me dijo:
- ¡Ven! te mostrare tu habitación. Antes podrás, si así lo deseas, darte una ducha que te reconforte de la pesadez del viaje. Pero ¿Cómo estamos de hambre?-
- ¡Me confieso totalmente famélico!- respondí
- Entonces no hay más nada que decir. Almorzaremos a las doce. Confió lo que he preparado para ti, te guste.-
Y nuevamente el desconcierto y la sorpresa se apoderaron de mi, contestando apresuradamente, cuando indicándome la escalera de madera que conducía supuestamente a mi aposento, me dijo:
- Subamos entonces Ignacio. Tu cuarto es el segundo de la izquierda. ¡Hasta pronto! Nos veremos en una hora.- .Y sin darme tiempo a pensar se alejo de mi.
Sobrada razón tenia Isabel cuando me sugirió tomara una ducha previamente. El agua que sentía correr por mi cuerpo me reconfortó de tal manera que creí por un momento ser dueño de muchas cosas. Entre ellas la deferencia de ella. Me vestí con ropa casual. Camisa de lino beige y pantalón caqui y salí al encuentro de mi gentil anfitriona. A quien encontré en la pequeña y acogedora sala. Recostada en cómodo diván, tipo sheslon, escuchando abstraídamente la música que provenía del equipo de sonido instalado sobre la chimenea de piedra. Ahora encendida y de la cual saltaban chispas que le concedían un encanto irresistible a ese vivido momento, tan verdaderamente hermoso, que cerré los ojos fuertemente tratando de aprehenderlo en mi memoria para siempre. A su lado, un libro empastado con la historia y biografía de Mozart. Mas allá, otro diván sumamente original. Elaborado de hierro forjado con dibujos de extraños arabescos. Una mesita central con disímiles objetos perfectamente armónicos. Todo en medio de un estilo ecléptico tan peculiar como su dueña.
Al percatarse de mi llegada, Isabel con el atizador intensificó el fuego y las chispas se multiplicaron. Yo sentía calor. Pero afuera había niebla y frió. Una música indiscutiblemente mozartiana parecía invadir la totalidad del ambiente y absorber nuestros pensamientos. Tratando de romper el silencio me aproximé a la mesita auxiliar que se hallaba a mi izquierda, sobre la cual reposaban dos copas y una botella recién descorchada de Chardonnay.
- ¿Puedo?-. Inquirí a tiempo que tomaba ambas copas en la mano.
- ¡Claro!. Las copas son nuestra y el vino lo descorché para ti. ¿Te agrada el sabor?-
- ¡Por supuesto! Es un tinto excelente. Suave y bien equilibrado. Pero ten cuidado. Justamente por ser afrutado y lleno de vida invita a caer en el exceso.-
- Lo se. Lo conozco bien y por eso es uno de mis favoritos. Se da en el alto Adigio, alrededor del valle que rodea la ciudad de Bolzano. Región verdaderamente vigorosa y como toda Italia, interesante. ¡Brindemos!.-
Alzando mi copa la estreché contra la de ella a tiempo que exclamé:
- ¡Salud, Isabel Clemencia!. Brindo por este reencuentro. Si se puede llamar así. ¡Por el inmenso placer de haberte encontrado nuevamente!.-
- Lo mismo digo.- e inquiriendo seguidamente.
- ¿Te gusta esa música o prefieres otra?.- para luego continuar en tono de broma - ¿Acaso Brahms? ¿El romántico de Wagner o la melancólica tristeza de Chopin?.-
- Ni el uno ni los otros. Sea el elegido Chaikovsky. ¿Tienes algo de él?
Ella no respondió. Tan solo se dirigió hacia el alabastrino piano de cola que se hallaba a la izquierda de la chimenea. Retiró con sumo cuidado la pequeña banqueta frente a este y se sentó. Por breves instantes sus delicadas manos acariciaron el teclado con verdadera devoción. Para luego correr cual asustadas palomas, arrancándole las sentidas notas del “Concierto Número Uno”, para violín y piano del maestro ruso. En donde la melancolía y ensoñación dieron fé, tanto del estado anímico del compositor por aquella época, como ahora de la intérprete. Yo estaba realmente admirado.
- ¡Bravo Isabel! ¡Qué sorpresa. Nunca hubiera pensado que tocaras tan bien ¡ ¿Dónde aprendistes?, dije.-
- Comencé a interpretar desde los seis años hasta el día en que me casé. Aquí no he tenido muchas oportunidades de continuar. Sobretodo por que nos hemos alejado un poco del bullicio de la ciudad desde la enfermedad de Ernesto. Pero practico siempre que puedo. Mi hermano pensó que sería una gran concertista. Pero lo arruiné todo.-
- ¿Cómo así? ¿Eso crees?
- No. Lo digo en el sentido de que defraudé a José Grabriel. Quien tan solo con veinte años de edad se hizo cargo de todos nosotros. Interrumpiendo su carrera de ingeniería cuando estaba a apunto de culminarla y la cual posteriormente terminó, para ocuparse de la empresa de la familia. Manteniéndonos unidos, oponiéndose a la idea de que fuésemos repartidos entre los tíos. -
- ¿ Y por qué no vivir con los abuelos?
-. Todos nos querían. Pero él no quiso que a raíz del fatal accidente aéreo en el cual perdieron la vida nuestros padres, fuéramos a vivir con nadie. Unos abuelos eran muy mayores. Los otros estaban muy achacosos. Los tíos tenían bastante con sus propios problemas. Y consideró nosotros debíamos resolver los nuestros. Pero lógicamente estuvimos siempre en permanente contacto con nuestros tíos y abuelos, tanto paternos como maternos. Quedándonos con él, no heríamos susceptibilidades y manteníamos la unión de la familia. José Grabriel nos obligó a seguir los mismos principios y ejemplos de nuestros ancestros. Preocupándose por nuestro desempeño personal, nuestros problemas, y por sobre todo la educación. Diría que hasta se olvido de vivir su propia vida por vivir la de cada uno de nosotros.
- ¿Y por qué crees haberlo estropeado todo?.-
- Porque cuando me enamoré a los dieciséis años José Gabriel se opuso férreamente por considerarme aún una niña. Y meses después cuando le manifesté que me casaría, siendo mi decisión irrevocable, me dió su consentimiento pero negándome su afecto por considerar estaba traicionándolo. ¡Y nunca me perdonó lo que siempre consideró de mi parte, ligereza de juventud!-
- Y ahora: ¿Estas arrepentida?-.
- ¿Arrepentida? No. No. De ninguna manera. El amor no entiende de razones. Para mi fue muy difícil tomar una decisión tan trascendente como fue la de casarme tan joven, siguiendo los pasos del hombre que amaba sin el consentimiento de mi hermano mayor. Pero es Ley de Vida, Ignacio Enrique. Llegado el momento la cría debe abandonar el nido. La crisálida transformarse en mariposa y el capullo reventar en flor. Si no. Dime: ¿De qué otra forma podría esparcir su aroma?-.
- Pero Isabel. ¿Soy acaso indiscreto si te pregunto si eres feliz?.-
- No. En modo alguno. Pero es que yo no concibo la felicidad de la misma forma en que la percibes tú. Para mí la felicidad, como algo permanente y constante, no existe. Tan solo se dan lampos de felicidad que debes vivir al máximo. Que producen el mismo efecto que el licor. Te embriaga al principio pero luego puede darte un tremendo ratón. ¿Sinembargo lo vivistes, verdad? ¿Fueron momentos verdaderamente tuyos? ¡Entonces eso es lo que verdaderamente cuenta!. Esos recuerdos hacen presente la ausencia y te recompensan en parte lo perdido. Lo que bien amas permanece inmutable en el tiempo, ¡No muere jamás!.-
Lamentando interrumpirla tímidamente me atreví a insinuar:
- Te refieres a Ernesto, ¿tu esposo?
- A él me refería. Si. Fue maravilloso durante los primeros siete años de nuestro matrimonio. Antes de que comenzaran a aparecer los primeros síntomas de la esclerosis y terminara afectando seriamente su cerebro y médula espinal. A raíz de ésta, Ernesto decidió no estar nunca más expuesto a la compañía de otras personas. Yo no comparto
su forma de pensar pero la respeto. – Dijo, no sin cierto aire de nostalgia.-
- ¿Alguna vez te sientes sola?.-
- No. Nunca. Al contrario todas las personas que moran aquí en Cayey, en tierras contiguas a mi “Paraíso” suelen ser inmensamente ricas interiormente. Como lo son muchas de las personas que acuden a mi. Solo que aún no lo saben. Yo me limito a enseñarles a observar la naturaleza y la soledad hace el resto. No hay nada como escuchar nuestro propio interior. Y ello requiere precisamente de soledad. Solo en ella aprendes a ser tu mismo. Un ser contemplativo y analítico, mejor capacitado para enfrentar el mundo, esa sociedad que ruge afuera.
Las ultimas palabras de ella fueron seguidas por la entrada de Simón, el fiel sirviente de la casa de los abuelos paternos, quien junto con su mujer, la ex–nana de toda la vida de Isabel, se fueron a vivir con ellos desde que se comenzó la construcción de el “Paraíso”.
- El almuerzo esta listo pueden pasar.- Anunció Simón.
El menú era muy heterogéneo. Consistía en ensalada de queso feta de cabra, tomates pelados, radiquio, vinagreta de parchita, almendras lajadas y miel. Como segundo plato, fetuccine al azafrán con langostinos. Moras del jardín, yogurt, jugo de naranja y pan recién hecho en casa.
Lo último que recuerdo es que el tiempo se pasó volando. Hablamos como dos personas que siempre suelen hacerlo. Y sin darnos cuenta fue atardeciendo. Cuando miré atónito sin poder creer la hora que marcaba mi reloj, ella me sonrió diciéndome:
- Apurémonos. ¡No quiero que te pierdas la puesta del sol!-
Tarde ya regresé a mi habitación. Me asomé al balcón y observé en lontananza la tranquilidad solapada del Atlántico y allende el Mar Caribe de donde provenía ella. Donde comenzaron sus verdaderas raíces. Hoy extendida hasta morir en Cayey y alejadas de mí. Tanto como ese mar del que me habló. Poco a poco comencé a recordar todo cuanto había hablado durante el día con Isabel. Me tendí exhausto sobre la cama. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño y cuando me hallaba semidormido fui bruscamente despertado por un grito estremecedor que parecía provenir de lejos. Preocupado corrí hacia la puerta. Sin embargo, como nada más parecía perturbar el paso normal de las horas, me olvidé del asunto. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño.
Me levante muy temprano y luego de vestirme decidí caminar por los alrededores de la propiedad. De modo que me encaminé hacia el jardín encontrándome a Simón a quien pregunte por Isabel.
- La Señora se halla en el invernadero. Siga siempre derecho y apenas divise a lo lejos una pequeña cabañita, tome siempre a la izquierda. Enseguida lo verá.-
Efectivamente Isabel se encontraba en él. Jardinera en mano transplantando unas macetas.
- ¡Hola, Isabel! Sin duda alguna eres polifacética. Ignoraba que también eras una especialista en el área de la hibridación.-
- ¡Qué tal Ignacio! No soy realmente una especialista. Pero si he de confesarte que se siente una gran satisfacción cada vez que se dedica una al cultivo de una planta y ve recompensado el esfuerzo en sus flororaciones. En eso consiste el verdadero arte. En hacerlas crecer y florecer. Cada día que transcurre es un nuevo día para la reflexión, para meditar. Es otro regalo de Dios. Otra posibilidad de ser mejor de lo que somos. La naturaleza cada amanecer nos concede una nueva enseñanza, una nueva lección de vida. Mañana nos levantaremos muy temprano y te enseñare, siempre que me lo permitas a mirar las cosas a través de mi óptica. No a verlas. La acción de ver, sin querer ser peyorativa, la puede realizar cualquiera. Pero el mirar es otra cosa. Ya que obliga a ser más analítico.-
A medida que hablaba de vez en cuando fruncía sus labios carnosos y sensuales en infantil mohín que me recordaban los de mi padre. A tiempo que continuaba diciendo:
- Desarrollamos la inteligencia y la sensibilidad, adquirimos aptitudes de observación y reflexión las cuales te serán de gran utilidad durante toda la vida. Pero escucha: está cantando ahora una chicharra posada sobre la Acacia. Ese pequeño ser tan desprestigiado debido a la fábula de Esopo. Tenida como perezosa, ahora canta de alegría y me anuncia las lluvias de mayo. ¡Benditas sean las lluvias!-.
- ¡Isabel, es fantástico. Para ti todo los seres que poblan tu universo te hablan como lo harían si tuvieran alma!.-
De pronto curiosamente mis ojos tropezaron con un dije que pendía de su cuello en forma de corazón. Un corazón que podía ser perfectamente partido en dos. Me pareció muy particular y le pregunté sobre el origen del mismo.
- Para mi tiene gran importancia porque lo he tenido siempre conmigo. Tiene que ver con una historia romántica que me contaron de pequeña sobre un árbol que se la pasaba siempre triste y lloroso por no hallar su compañera. De ahí precisamente su nombre de sauce llorón. Es el árbol que se encuentra antes de llegar a la cabaña. Es fácil reconocerlo por la forma en que contradictoriamente se inclinan sus ramas hacia la tierra semejando lágrimas. Es un árbol verdaderamente hermoso por lo misterioso y extraño. Tal vez por eso sea mi árbol preferido. Y aun cuando se trate solo de una historia, a mi me gustaría como en el relato, que mis cenizas fueran esparcidas al pie de este. En fin. Creo que es hora de regresar.
- Se fue y me dejó solo con mis pensamientos. A la mañana siguiente muy temprano tocaron a mi puerta. Al abrir me encontré con la sonriente cara de Simón quien me dijo:
- La señora le manda a decir, que por favor la acompañe al pueblo. Si usted lo desea partiremos en media hora y desayunaremos comida típica. Sé que le va a gustar. Voy a buscar el carro.-
- Dígale que encantado. En cinco minutos estaré ahí.-
Y media hora después partimos hacia el pintoresco pueblito de Cayey. Isabel estaba esa mañana de lo más locuáz y lucía verdaderamente encantadora enfundada en aquellos pantalones malva y blusa beige con flores rosadas. Mientras que gruesos lentes ocultaban sus ojos. Al llegar frente a un pequeño puesto de comida que exhibía mesas al aire libre, nos sentamos y dispusimos a desayunar:
- Ignacio, voy a pedir un poco de todo cuanto aquí sirven para que conozcas algunos de nuestros platos típicos. Tales como el patacón, alcapurrias, empanadas de chapín, etc. y para beber, nada más refrescante que papelón con piña, terminando con un delicioso coquito.-
- Me parece perfecto. Yo mientras tanto voy en busca de cigarrillos. ¿Dónde puedo conseguirlos?-
- ¡Justo al frente! En aquella tiendita.-
- ¡Maravilloso! Voy y regreso, Isabel.- Y dando unas cuantas zancadas crucé la calle que a esa hora del día lucía, en comparación con el resto del pueblito, alegre y bulliciosa. Compré los cigarrillos y regresé junto a Isabel que me esperaba frente a una variedad increible de pequeños platillos. Luego de desayunar fuimos de compras. Yo terminé, a instancias de Isabel, comprándome una guayabera de lino y un sombrero de paja. Y a ella le obsequié otro color fucsia que le sentaba de maravilla junto con un traje muy ligero de algodón estampado con flores del mismo color y fondo azul que me trasportaron a la Polinesia. Sin lugar a dudas fue un día encantador. Y ya a punto de regresar, decidimos detenernos unos minutos en "El Mirador" para contemplar desde su atalaya la vista que ofrecía la ciudad a la curiosidad de sus visitantes.
- ¡Ahora entiendo Isabel por qué no deseas salir de aquí! Verdaderamente esto es maravilloso. Lejos del bullicio y del estrés propio de las grandes ciudades. Sé lo que piensas sobre la felicidad. Pero. ¿Y sobre la libertad? ¿Acaso tu no tienes derecho a ser feliz?
- Si. Puede ser. Pero no a ese precio. No pienso abandonar a Ernesto a su suerte. Sobre todo ahora que se haya materialmente impedido y solo desea morirse. ¡Sería algo realmente cruel.-
- Entonces ¿Es amor o lástima, Isabel?-
- ¡Son ambas cosas!-
- ¿Y el grito que escuché antenoche? ¿De dónde provenía? ¿Era acaso él?-
- Si. Algunas veces suele gritar. Es la única manera que tiene de hacer catarsis.-
- ¿Y tú? ¿Cuándo gritas tú, Isabel? ¿Es qué no piensas ni remotamente en la posibilidad de enamorarte nuevamente algún día?-
- Eso es algo que me está prohibido y me lo merezco, Ignacio. Pero prefiero no seguir hablando de ello. Perdóname, por favor.-
- Como desees. A propósito. Quiero decirte que he decidido adelantar mi viaje a Boston. Mañana iré al centro con Simón, si me lo permites, para reconfirmar el vuelo.-
- ¿Cómo? Si apenas tienes catorce días entre nosotros.-
- Pero creo que ya es hora de marcharme. Y ahora soy, yo el que por favor, te pide que regresemos Isabel.-
Esa noche por más vueltas que di en la cama no pude conciliar el sueño. Sentí rabia, impotencia y celos. Sentía mi cabeza a punto de explotar. Sabía que ella debía estar en la cabaña junto a él. No pude más y decidí salir en su búsqueda. Sabía que no estaba en la casa porque la luz de su cuarto no estaba encendida. Con pasos ligeros me dirigí hacia la cabaña. Y ya cerca de ella me quedé a expiar detrás de un árbol. Fue entonces cuando la escuché sollozar a tiempo que le decía a él: ¡Por favor, Ernesto! Es necesario que pongas de tu parte. Por supuesto que te quiero. ¿Acaso no me tienes contigo? ¿El estar aquí no es prueba suficiente de que te amo?.- Por toda respuesta lo único que se escuchó fue un espeluznante grito que parecía más haber salido de la garganta de una bestia que la de un hombre. Entonces la puerta se abrió bruscamente y en la penumbra de la noche divisé la figura de Isabel que corría sin parar. Sin pensarlo dos veces fui tras ella quien creyendo ser perseguida por una aparición, huía como loca.
- ¡Isabel! ¡Detente, Isabel! le grité. Soy yo, José Gabriel. No temas.-
- ¡José Gabriel! ¡José Gabriel!, exclamó. ¡Perdóname! Pero no deseo causar más sufrimiento. No puedo decirte que no te vayas. Tampoco que te quedes para siempre. ¡Pero te amo! ¡Por Dios que te amo!- Y dicho esto se arrojó en los brazos que yo le extendía con ánimo de aprisionarla. Ella parecía toda una asustadiza gacela. Y yo por primera vez lucía como un inexperto cazador. Pero esa noche juro que la amé como a ninguna otra mujer. Y ella me amó como si yo fuera su primer hombre. Siendo entonces cuando Isabel se quitó el dije que llevaba al cuello en forma de corazón y partiéndolo en dos, me dio la mitad, diciéndome:
- ¡Creí que este día no llegaría nunca a mi vida! Y soy feliz porque al menos ahora sé lo que es el amor. Pero olvídame si verdaderamente me quieres y recuerda tan sólo este instante que es lo único que nos pertenece.-
Yo me quedé sin hablar mientras Isabel se perdía en la inmensidad de la noche.
Habían transcurrido exactamente cinco años desde aquella última vez que la había visto. Así como terminado mi doctorado satisfactoriamente. Y me disponía a regresar a Caracas, cuando recibí correspondencia de mi padre en donde me anunciaba la infausta noticia de la muerte de Isabel. Durante más de dos horas permanecí en estado de shock hasta que finalmente, tan pronto como pude decidí llegarme hasta Cayey. El deceso de Isabel había ocurrido hacía ya tres días. Y se había hecho difícil localizarme por no encontrarme durante esos días en la ciudad. Sinembargo, yo tenía el presentimiento de que algo estaba sucediendo. Isabel nunca contestó mis cartas. Pero abrigué siempre la idea de que ella recapacitaría. Y ahora, derrepente, esta noticia acababa con mis esperanzas. No podía creerlo. Esto no podía sucederme a mí que tanto la quería.
Serían las nueve de la mañana cuando llegué a Cayey y Simón emocionado al reconocerme, me dijo:
- ¡Gracias a Dios que vino Señor! La niña me dijo siempre que usted volvería. Pero vaya. No pierda tiempo porque alguien espera por usted debajo del sauce. ¿Usted sabe cual es, verdad?-
- ¡Por supuesto Simón: el sauce llorón! ¿Pero me dices que allá está ella?-
- ¡Como lo escuchó señor!-
- Loco de alegría eché a correr. Lo sabía. Sabía que ella no estaba muerta. Que no podía haberse ido sin mí. Que todo aquello no había sido más que una broma para hacerme regresar. Para pedirme perdón por su constante negativa a aceptarme. Finalmente a punto de llegar, corrí hacia el sauce. Y efectivamente había alguien debajo de sus ramas las cuales me ocultaban el rostro. Por ello me apresuré feliz al encuentro de la mujer que amaba y que finalmente iba a ver. Mas al llegar al lugar, Isabel no estaba. En su lugar había una hermosa niña de grandes ojos que me miraba estupefacta a tiempo que exclamaba:
- ¡Llegastes! ¡Qué bueno que llegastes! ¿Tú eres mi papi, verdad?-
Asombrado exclamé:
- Yo soy Ignacio Enrique. ¿Y tú cómo te llamas?-
- Como mi abuelo José Gabriel: María Gabriela.-
- Si. Si. Pero quiero decir: ¿Quién eres?-
Súbitamente, al acercármele, observé que de su cuello pendía un dije con la mitad del corazón que Isabel me había dado aquella noche. En ese momento sentí angustia y felicidad al mismo tiempo mientras la imagen de María Gabriela lucía empañada por mis lágrimas.
- Soy tu hija papi, ¿No me reconoces? Mamá me dijo que tu vendrías algún día a buscarme. Que te esperara todas las tardes bajo este árbol. Que te dijera que ella está aquí con nosotros.- Y terminando de decirme esto, se colgó de mi cuello diciéndome: -¡Te quiero papi! ¡Eres igualito como mi mamá me decía!.-
- Si. Yo soy tu papi, María Gabriela. Y también te quiero mucho. He venido para quedarme para siempre contigo y me siento muy feliz.- le dije, a tiempo que la cubría de besos.
- ¿Y entonces por qué lloras?-
- Por nada. Es por culpa de este sauce llorón.-
Si he de ser sincero tengo que confesar, por mucho que lo hubiera pensado, jamás imaginé que ese veintitrés de noviembre llegaría a ser un día crucial el resto de mi vida. Todo acaeció cuando esa fecha, justo un mes después de recibirme de médico cirujano y luego de las tradicionales celebraciones familiares, recibí una carta de Isabel Clemencia, mi tía paterna, casada, la cual recuerdo residía en Puerto Rico, excusándose por no haber podido asistir a mi graduación. Solicitándome al mismo tiempo que antes de viajar a la ciudad de Boston, en U.S.A donde pensaba realizar una especialización en cardiología, pasara por su casa en Cayey, distante tan solo a cuarenta y cinco minutos de la ciudad de San Juan, capital de la hermosa isla, pernoctando en ella al menos quince días. Cuando comuniqué a mi progenitor sobre la invitación recibida, sus ojos de por si pequeños amenazaron por un instante con desaparecer bajo sus cansados párpados. Y cuando me abrazó con todo ese amor que solo un padre amantísimo es capaz de trasmitir, diciéndome:
-Dale un gran beso de mi parte. ¡Pero solo uno!.- yo le correspondí con un efusivo beso en la mejilla que creí sentir humedecida.
SEGUNDA PARTE
Una semana después me encontraba en la exuberante isla lleno de incertidumbres. Mi padre no me había dado mayores detalles sobre Isabel. Ni tampoco yo me atreví a preguntarle. Lo único que recordaba, es que era la tercera y única hembra de los cuatro hermanos que integraban la familia Contreras Falcón, de los cuales él era el mayor. Siendo muy joven, apenas de dieciséis años se había casado con un ingeniero cubano de forma verdaderamente insólita y romántica. Mi progenitor, quien era un hombre tradicional y sumamente apegado a la familia, gustaba siempre hablarnos tanto de su infancia como de sus hermanos. Pero cuando se refería a Isabel Clemencia, sus ojos siempre se humedecían, manifestándonos de seguida odiaba la distancia por que convertía en extraños la familia. Supe tiempo después, que entre ellos había siempre existido una estrecha relación y afinidad. Ahora convertida en gratos recuerdos y nada más.
Pensando conocer mejor esta hermosa isla, decidí no avisar a Isabel de mi llegada, sino al menos cinco días después de mi pernocta. Luego de rentar un automóvil y visitar San Juan, la mayor ciudad de la isla, recordando gratamente tanto el calor de su gente como su música, me dirigí a las ciudades de Ponce y Mayaguéz, para finalmente tal y como lo había previsto, disponerme a visitar dos días después, la casa de campo llamada "Paraíso" habitada por Isabel en el pueblo de Cayey. Ubicado en la parte centroriental de la isla, tomado por montañas originalmente erosionadas. Ahora cubiertas de bosque tropical y zonas todavía rocosas. La cual podía observar durante mi ascenso a la colina en medio de una serpenteante ruta de perfumados caminos, admirando la exuberante vegetación a medidas que iba ascendiendo. A tiempo que una cortina de niebla y frío se hacía cada vez más presente. Escuchándose el incesante croar de las "coquís", las cuales suelen siempre darnos la bienvenida haciendo las delicias de los visitantes y contribuyendo a acentuar el encantó irresistiblemente bucólico de esta verdadera isla del Edén.
Raudo como si persiguiera el viento, se deslizaba el vehículo sin tropiezos por la carretera que se abría a mi paso surcada a los lados por hileras de silenciosos y alados pinos. Algunas veces solía asomar la cabeza por la ventanilla del automóvil dejando que el viento acariciara mi pelo. Otras, aspiraba con verdadero deleite un fuerte olor sumamente agradable, salvaje y selvático, mezcla de mastranto y cilantrillo que me reconfortaba y hacía reconciliarme conmigo mismo. Con todo lo que era y todo cuanto había sido, causándome verdadero placer.
TERCERA PARTE
Al cabo de cierto tiempo, una hora para ser exacto, divisé a lo lejos lo que debería ser y efectivamente era el "Paraíso". Siendo sustituido para ese entonces el camino, por una estrecha vereda privada, en la cual las blancas margaritas, el violáceo de las hortensias y las amarillas flor de día, diseminadas por todas partes, parecían darme la más calurosa bienvenida, mostrando coquetamente la variedad de su coloratura. Y en cuanto me adentré con el automóvil por un espacioso jardín que parecía arropar celosamente la regia casona, en dirección al garaje, una inmensa sonrisa salió a mi encuentro dándome la más maravillosa acogida de la cual tenga recuerdo. Apresuradamente, adelantándome, salí al encuentro de la tía Isabel Clemencia con ambas manos extendidas para recibirla y estrecharla contra mi pecho, pues más que una mujer, se asemejaba a una aparición, a la "Quinta Sinfonía" de Beethoven, al esplendoroso arco iris que aquella mañana lucía más luminoso que nunca. Más, en ese mágico momento el tiempo se detuvo con tal fuerza, que mi corazón amenazó con detenerse. Fué un instante fugaz en el cual a mis sentidos y alborozado espíritu le fué permitido contemplar tal hermosura de mujer. No se trataba precisamente de que me hallara en presencia de una bellísima fémina, la cual era, sin duda. Sino, de algo intangible, casi etéreo que percibía en el ambiente y el cual me había acompañado durante todo el viaje. Y por sobre todo ahora, al contemplarla a ella. Cuando la química, la empatía, el agrado y sorpresa de ambos, impregnaba el ambiente.
Mirándola a hurtadillas y aparentando no hacerlo ante el temor de ser sorprendido por ella, observé que vestía con gran sencillez no exenta de elegancia. Sus cabellos, rubios y lacios sin afectación alguna, apenas recogidos y atados en perfecto desorden con una cinta escarlata, dejaban descubiertas tanto su sensual nuca como su amplia y despejada frente. La figura estilizada y de finos ademanes denotaban su cultivada educación. Siendo su hablar tranquilo y pausado, lo que logro sacarme de mi anodada abstracción.
PRIMERA ESCENA:
- ¡Bienvenido a casa, Ignacio Enrique. ! Qué alegría ¡No sabes cuanto placer me produce hayas aceptado mi invitación. Quisiera te sientas totalmente a gusto y en completa libertad para hacer cuanto te apetezca. Deseo me comentes acerca de tus futuros planes. De mi queridísimo hermano José Gabriel. Así como del resto de la familia.
- ¡Gracias, gracias… querida tía, por este recibimiento tan inesperado!. Papá siempre te recuerda y me rogó encarecidamente te diera en su nombre y en el de todos, un beso ¡Solo uno!.- Acoté picaramente, mientras me acercaba y estampaba en su mejilla lo ofrecido. A tiempo que aspiraba al acercársemele la fragancia con olor a madreselva que exudaba de su cuerpo. Acto seguido, ella tomándome familiarmente del brazo, me dijo:
- ¡Ven! te mostrare tu habitación. Antes podrás, si así lo deseas, darte una ducha que te reconforte de la pesadez del viaje. Pero ¿Cómo estamos de hambre?-
- ¡Me confieso totalmente famélico!- respondí
- Entonces no hay más nada que decir. Almorzaremos a las doce. Confió lo que he preparado para ti, te guste.-
Y nuevamente el desconcierto y la sorpresa se apoderaron de mi, contestando apresuradamente, cuando indicándome la escalera de madera que conducía supuestamente a mi aposento, me dijo:
- Subamos entonces Ignacio. Tu cuarto es el segundo de la izquierda. ¡Hasta pronto! Nos veremos en una hora.- .Y sin darme tiempo a pensar se alejo de mi.
Sobrada razón tenia Isabel cuando me sugirió tomara una ducha previamente. El agua que sentía correr por mi cuerpo me reconfortó de tal manera que creí por un momento ser dueño de muchas cosas. Entre ellas la deferencia de ella. Me vestí con ropa casual. Camisa de lino beige y pantalón caqui y salí al encuentro de mi gentil anfitriona. A quien encontré en la pequeña y acogedora sala. Recostada en cómodo diván, tipo sheslon, escuchando abstraídamente la música que provenía del equipo de sonido instalado sobre la chimenea de piedra. Ahora encendida y de la cual saltaban chispas que le concedían un encanto irresistible a ese vivido momento, tan verdaderamente hermoso, que cerré los ojos fuertemente tratando de aprehenderlo en mi memoria para siempre. A su lado, un libro empastado con la historia y biografía de Mozart. Mas allá, otro diván sumamente original. Elaborado de hierro forjado con dibujos de extraños arabescos. Una mesita central con disímiles objetos perfectamente armónicos. Todo en medio de un estilo ecléptico tan peculiar como su dueña.
Al percatarse de mi llegada, Isabel con el atizador intensificó el fuego y las chispas se multiplicaron. Yo sentía calor. Pero afuera había niebla y frió. Una música indiscutiblemente mozartiana parecía invadir la totalidad del ambiente y absorber nuestros pensamientos. Tratando de romper el silencio me aproximé a la mesita auxiliar que se hallaba a mi izquierda, sobre la cual reposaban dos copas y una botella recién descorchada de Chardonnay.
- ¿Puedo?-. Inquirí a tiempo que tomaba ambas copas en la mano.
- ¡Claro!. Las copas son nuestra y el vino lo descorché para ti. ¿Te agrada el sabor?-
- ¡Por supuesto! Es un tinto excelente. Suave y bien equilibrado. Pero ten cuidado. Justamente por ser afrutado y lleno de vida invita a caer en el exceso.-
- Lo se. Lo conozco bien y por eso es uno de mis favoritos. Se da en el alto Adigio, alrededor del valle que rodea la ciudad de Bolzano. Región verdaderamente vigorosa y como toda Italia, interesante. ¡Brindemos!.-
Alzando mi copa la estreché contra la de ella a tiempo que exclamé:
- ¡Salud, Isabel Clemencia!. Brindo por este reencuentro. Si se puede llamar así. ¡Por el inmenso placer de haberte encontrado nuevamente!.-
- Lo mismo digo.- e inquiriendo seguidamente.
- ¿Te gusta esa música o prefieres otra?.- para luego continuar en tono de broma - ¿Acaso Brahms? ¿El romántico de Wagner o la melancólica tristeza de Chopin?.-
- Ni el uno ni los otros. Sea el elegido Chaikovsky. ¿Tienes algo de él?
Ella no respondió. Tan solo se dirigió hacia el alabastrino piano de cola que se hallaba a la izquierda de la chimenea. Retiró con sumo cuidado la pequeña banqueta frente a este y se sentó. Por breves instantes sus delicadas manos acariciaron el teclado con verdadera devoción. Para luego correr cual asustadas palomas, arrancándole las sentidas notas del “Concierto Número Uno”, para violín y piano del maestro ruso. En donde la melancolía y ensoñación dieron fé, tanto del estado anímico del compositor por aquella época, como ahora de la intérprete. Yo estaba realmente admirado.
- ¡Bravo Isabel! ¡Qué sorpresa. Nunca hubiera pensado que tocaras tan bien ¡ ¿Dónde aprendistes?, dije.-
- Comencé a interpretar desde los seis años hasta el día en que me casé. Aquí no he tenido muchas oportunidades de continuar. Sobretodo por que nos hemos alejado un poco del bullicio de la ciudad desde la enfermedad de Ernesto. Pero practico siempre que puedo. Mi hermano pensó que sería una gran concertista. Pero lo arruiné todo.-
- ¿Cómo así? ¿Eso crees?
- No. Lo digo en el sentido de que defraudé a José Grabriel. Quien tan solo con veinte años de edad se hizo cargo de todos nosotros. Interrumpiendo su carrera de ingeniería cuando estaba a apunto de culminarla y la cual posteriormente terminó, para ocuparse de la empresa de la familia. Manteniéndonos unidos, oponiéndose a la idea de que fuésemos repartidos entre los tíos. -
- ¿ Y por qué no vivir con los abuelos?
-. Todos nos querían. Pero él no quiso que a raíz del fatal accidente aéreo en el cual perdieron la vida nuestros padres, fuéramos a vivir con nadie. Unos abuelos eran muy mayores. Los otros estaban muy achacosos. Los tíos tenían bastante con sus propios problemas. Y consideró nosotros debíamos resolver los nuestros. Pero lógicamente estuvimos siempre en permanente contacto con nuestros tíos y abuelos, tanto paternos como maternos. Quedándonos con él, no heríamos susceptibilidades y manteníamos la unión de la familia. José Grabriel nos obligó a seguir los mismos principios y ejemplos de nuestros ancestros. Preocupándose por nuestro desempeño personal, nuestros problemas, y por sobre todo la educación. Diría que hasta se olvido de vivir su propia vida por vivir la de cada uno de nosotros.
- ¿Y por qué crees haberlo estropeado todo?.-
- Porque cuando me enamoré a los dieciséis años José Gabriel se opuso férreamente por considerarme aún una niña. Y meses después cuando le manifesté que me casaría, siendo mi decisión irrevocable, me dió su consentimiento pero negándome su afecto por considerar estaba traicionándolo. ¡Y nunca me perdonó lo que siempre consideró de mi parte, ligereza de juventud!-
- Y ahora: ¿Estas arrepentida?-.
- ¿Arrepentida? No. No. De ninguna manera. El amor no entiende de razones. Para mi fue muy difícil tomar una decisión tan trascendente como fue la de casarme tan joven, siguiendo los pasos del hombre que amaba sin el consentimiento de mi hermano mayor. Pero es Ley de Vida, Ignacio Enrique. Llegado el momento la cría debe abandonar el nido. La crisálida transformarse en mariposa y el capullo reventar en flor. Si no. Dime: ¿De qué otra forma podría esparcir su aroma?-.
- Pero Isabel. ¿Soy acaso indiscreto si te pregunto si eres feliz?.-
- No. En modo alguno. Pero es que yo no concibo la felicidad de la misma forma en que la percibes tú. Para mí la felicidad, como algo permanente y constante, no existe. Tan solo se dan lampos de felicidad que debes vivir al máximo. Que producen el mismo efecto que el licor. Te embriaga al principio pero luego puede darte un tremendo ratón. ¿Sinembargo lo vivistes, verdad? ¿Fueron momentos verdaderamente tuyos? ¡Entonces eso es lo que verdaderamente cuenta!. Esos recuerdos hacen presente la ausencia y te recompensan en parte lo perdido. Lo que bien amas permanece inmutable en el tiempo, ¡No muere jamás!.-
Lamentando interrumpirla tímidamente me atreví a insinuar:
- Te refieres a Ernesto, ¿tu esposo?
- A él me refería. Si. Fue maravilloso durante los primeros siete años de nuestro matrimonio. Antes de que comenzaran a aparecer los primeros síntomas de la esclerosis y terminara afectando seriamente su cerebro y médula espinal. A raíz de ésta, Ernesto decidió no estar nunca más expuesto a la compañía de otras personas. Yo no comparto
su forma de pensar pero la respeto. – Dijo, no sin cierto aire de nostalgia.-
- ¿Alguna vez te sientes sola?.-
- No. Nunca. Al contrario todas las personas que moran aquí en Cayey, en tierras contiguas a mi “Paraíso” suelen ser inmensamente ricas interiormente. Como lo son muchas de las personas que acuden a mi. Solo que aún no lo saben. Yo me limito a enseñarles a observar la naturaleza y la soledad hace el resto. No hay nada como escuchar nuestro propio interior. Y ello requiere precisamente de soledad. Solo en ella aprendes a ser tu mismo. Un ser contemplativo y analítico, mejor capacitado para enfrentar el mundo, esa sociedad que ruge afuera.
Las ultimas palabras de ella fueron seguidas por la entrada de Simón, el fiel sirviente de la casa de los abuelos paternos, quien junto con su mujer, la ex–nana de toda la vida de Isabel, se fueron a vivir con ellos desde que se comenzó la construcción de el “Paraíso”.
- El almuerzo esta listo pueden pasar.- Anunció Simón.
El menú era muy heterogéneo. Consistía en ensalada de queso feta de cabra, tomates pelados, radiquio, vinagreta de parchita, almendras lajadas y miel. Como segundo plato, fetuccine al azafrán con langostinos. Moras del jardín, yogurt, jugo de naranja y pan recién hecho en casa.
Lo último que recuerdo es que el tiempo se pasó volando. Hablamos como dos personas que siempre suelen hacerlo. Y sin darnos cuenta fue atardeciendo. Cuando miré atónito sin poder creer la hora que marcaba mi reloj, ella me sonrió diciéndome:
- Apurémonos. ¡No quiero que te pierdas la puesta del sol!-
Tarde ya regresé a mi habitación. Me asomé al balcón y observé en lontananza la tranquilidad solapada del Atlántico y allende el Mar Caribe de donde provenía ella. Donde comenzaron sus verdaderas raíces. Hoy extendida hasta morir en Cayey y alejadas de mí. Tanto como ese mar del que me habló. Poco a poco comencé a recordar todo cuanto había hablado durante el día con Isabel. Me tendí exhausto sobre la cama. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño y cuando me hallaba semidormido fui bruscamente despertado por un grito estremecedor que parecía provenir de lejos. Preocupado corrí hacia la puerta. Sin embargo, como nada más parecía perturbar el paso normal de las horas, me olvidé del asunto. Y ya entrada la noche, finalmente pude recuperar el sueño.
Me levante muy temprano y luego de vestirme decidí caminar por los alrededores de la propiedad. De modo que me encaminé hacia el jardín encontrándome a Simón a quien pregunte por Isabel.
- La Señora se halla en el invernadero. Siga siempre derecho y apenas divise a lo lejos una pequeña cabañita, tome siempre a la izquierda. Enseguida lo verá.-
Efectivamente Isabel se encontraba en él. Jardinera en mano transplantando unas macetas.
- ¡Hola, Isabel! Sin duda alguna eres polifacética. Ignoraba que también eras una especialista en el área de la hibridación.-
- ¡Qué tal Ignacio! No soy realmente una especialista. Pero si he de confesarte que se siente una gran satisfacción cada vez que se dedica una al cultivo de una planta y ve recompensado el esfuerzo en sus flororaciones. En eso consiste el verdadero arte. En hacerlas crecer y florecer. Cada día que transcurre es un nuevo día para la reflexión, para meditar. Es otro regalo de Dios. Otra posibilidad de ser mejor de lo que somos. La naturaleza cada amanecer nos concede una nueva enseñanza, una nueva lección de vida. Mañana nos levantaremos muy temprano y te enseñare, siempre que me lo permitas a mirar las cosas a través de mi óptica. No a verlas. La acción de ver, sin querer ser peyorativa, la puede realizar cualquiera. Pero el mirar es otra cosa. Ya que obliga a ser más analítico.-
A medida que hablaba de vez en cuando fruncía sus labios carnosos y sensuales en infantil mohín que me recordaban los de mi padre. A tiempo que continuaba diciendo:
- Desarrollamos la inteligencia y la sensibilidad, adquirimos aptitudes de observación y reflexión las cuales te serán de gran utilidad durante toda la vida. Pero escucha: está cantando ahora una chicharra posada sobre la Acacia. Ese pequeño ser tan desprestigiado debido a la fábula de Esopo. Tenida como perezosa, ahora canta de alegría y me anuncia las lluvias de mayo. ¡Benditas sean las lluvias!-.
- ¡Isabel, es fantástico. Para ti todo los seres que poblan tu universo te hablan como lo harían si tuvieran alma!.-
De pronto curiosamente mis ojos tropezaron con un dije que pendía de su cuello en forma de corazón. Un corazón que podía ser perfectamente partido en dos. Me pareció muy particular y le pregunté sobre el origen del mismo.
- Para mi tiene gran importancia porque lo he tenido siempre conmigo. Tiene que ver con una historia romántica que me contaron de pequeña sobre un árbol que se la pasaba siempre triste y lloroso por no hallar su compañera. De ahí precisamente su nombre de sauce llorón. Es el árbol que se encuentra antes de llegar a la cabaña. Es fácil reconocerlo por la forma en que contradictoriamente se inclinan sus ramas hacia la tierra semejando lágrimas. Es un árbol verdaderamente hermoso por lo misterioso y extraño. Tal vez por eso sea mi árbol preferido. Y aun cuando se trate solo de una historia, a mi me gustaría como en el relato, que mis cenizas fueran esparcidas al pie de este. En fin. Creo que es hora de regresar.
- Se fue y me dejó solo con mis pensamientos. A la mañana siguiente muy temprano tocaron a mi puerta. Al abrir me encontré con la sonriente cara de Simón quien me dijo:
- La señora le manda a decir, que por favor la acompañe al pueblo. Si usted lo desea partiremos en media hora y desayunaremos comida típica. Sé que le va a gustar. Voy a buscar el carro.-
- Dígale que encantado. En cinco minutos estaré ahí.-
Y media hora después partimos hacia el pintoresco pueblito de Cayey. Isabel estaba esa mañana de lo más locuáz y lucía verdaderamente encantadora enfundada en aquellos pantalones malva y blusa beige con flores rosadas. Mientras que gruesos lentes ocultaban sus ojos. Al llegar frente a un pequeño puesto de comida que exhibía mesas al aire libre, nos sentamos y dispusimos a desayunar:
- Ignacio, voy a pedir un poco de todo cuanto aquí sirven para que conozcas algunos de nuestros platos típicos. Tales como el patacón, alcapurrias, empanadas de chapín, etc. y para beber, nada más refrescante que papelón con piña, terminando con un delicioso coquito.-
- Me parece perfecto. Yo mientras tanto voy en busca de cigarrillos. ¿Dónde puedo conseguirlos?-
- ¡Justo al frente! En aquella tiendita.-
- ¡Maravilloso! Voy y regreso, Isabel.- Y dando unas cuantas zancadas crucé la calle que a esa hora del día lucía, en comparación con el resto del pueblito, alegre y bulliciosa. Compré los cigarrillos y regresé junto a Isabel que me esperaba frente a una variedad increible de pequeños platillos. Luego de desayunar fuimos de compras. Yo terminé, a instancias de Isabel, comprándome una guayabera de lino y un sombrero de paja. Y a ella le obsequié otro color fucsia que le sentaba de maravilla junto con un traje muy ligero de algodón estampado con flores del mismo color y fondo azul que me trasportaron a la Polinesia. Sin lugar a dudas fue un día encantador. Y ya a punto de regresar, decidimos detenernos unos minutos en "El Mirador" para contemplar desde su atalaya la vista que ofrecía la ciudad a la curiosidad de sus visitantes.
- ¡Ahora entiendo Isabel por qué no deseas salir de aquí! Verdaderamente esto es maravilloso. Lejos del bullicio y del estrés propio de las grandes ciudades. Sé lo que piensas sobre la felicidad. Pero. ¿Y sobre la libertad? ¿Acaso tu no tienes derecho a ser feliz?
- Si. Puede ser. Pero no a ese precio. No pienso abandonar a Ernesto a su suerte. Sobre todo ahora que se haya materialmente impedido y solo desea morirse. ¡Sería algo realmente cruel.-
- Entonces ¿Es amor o lástima, Isabel?-
- ¡Son ambas cosas!-
- ¿Y el grito que escuché antenoche? ¿De dónde provenía? ¿Era acaso él?-
- Si. Algunas veces suele gritar. Es la única manera que tiene de hacer catarsis.-
- ¿Y tú? ¿Cuándo gritas tú, Isabel? ¿Es qué no piensas ni remotamente en la posibilidad de enamorarte nuevamente algún día?-
- Eso es algo que me está prohibido y me lo merezco, Ignacio. Pero prefiero no seguir hablando de ello. Perdóname, por favor.-
- Como desees. A propósito. Quiero decirte que he decidido adelantar mi viaje a Boston. Mañana iré al centro con Simón, si me lo permites, para reconfirmar el vuelo.-
- ¿Cómo? Si apenas tienes catorce días entre nosotros.-
- Pero creo que ya es hora de marcharme. Y ahora soy, yo el que por favor, te pide que regresemos Isabel.-
Esa noche por más vueltas que di en la cama no pude conciliar el sueño. Sentí rabia, impotencia y celos. Sentía mi cabeza a punto de explotar. Sabía que ella debía estar en la cabaña junto a él. No pude más y decidí salir en su búsqueda. Sabía que no estaba en la casa porque la luz de su cuarto no estaba encendida. Con pasos ligeros me dirigí hacia la cabaña. Y ya cerca de ella me quedé a expiar detrás de un árbol. Fue entonces cuando la escuché sollozar a tiempo que le decía a él: ¡Por favor, Ernesto! Es necesario que pongas de tu parte. Por supuesto que te quiero. ¿Acaso no me tienes contigo? ¿El estar aquí no es prueba suficiente de que te amo?.- Por toda respuesta lo único que se escuchó fue un espeluznante grito que parecía más haber salido de la garganta de una bestia que la de un hombre. Entonces la puerta se abrió bruscamente y en la penumbra de la noche divisé la figura de Isabel que corría sin parar. Sin pensarlo dos veces fui tras ella quien creyendo ser perseguida por una aparición, huía como loca.
- ¡Isabel! ¡Detente, Isabel! le grité. Soy yo, José Gabriel. No temas.-
- ¡José Gabriel! ¡José Gabriel!, exclamó. ¡Perdóname! Pero no deseo causar más sufrimiento. No puedo decirte que no te vayas. Tampoco que te quedes para siempre. ¡Pero te amo! ¡Por Dios que te amo!- Y dicho esto se arrojó en los brazos que yo le extendía con ánimo de aprisionarla. Ella parecía toda una asustadiza gacela. Y yo por primera vez lucía como un inexperto cazador. Pero esa noche juro que la amé como a ninguna otra mujer. Y ella me amó como si yo fuera su primer hombre. Siendo entonces cuando Isabel se quitó el dije que llevaba al cuello en forma de corazón y partiéndolo en dos, me dio la mitad, diciéndome:
- ¡Creí que este día no llegaría nunca a mi vida! Y soy feliz porque al menos ahora sé lo que es el amor. Pero olvídame si verdaderamente me quieres y recuerda tan sólo este instante que es lo único que nos pertenece.-
Yo me quedé sin hablar mientras Isabel se perdía en la inmensidad de la noche.
Habían transcurrido exactamente cinco años desde aquella última vez que la había visto. Así como terminado mi doctorado satisfactoriamente. Y me disponía a regresar a Caracas, cuando recibí correspondencia de mi padre en donde me anunciaba la infausta noticia de la muerte de Isabel. Durante más de dos horas permanecí en estado de shock hasta que finalmente, tan pronto como pude decidí llegarme hasta Cayey. El deceso de Isabel había ocurrido hacía ya tres días. Y se había hecho difícil localizarme por no encontrarme durante esos días en la ciudad. Sinembargo, yo tenía el presentimiento de que algo estaba sucediendo. Isabel nunca contestó mis cartas. Pero abrigué siempre la idea de que ella recapacitaría. Y ahora, derrepente, esta noticia acababa con mis esperanzas. No podía creerlo. Esto no podía sucederme a mí que tanto la quería.
Serían las nueve de la mañana cuando llegué a Cayey y Simón emocionado al reconocerme, me dijo:
- ¡Gracias a Dios que vino Señor! La niña me dijo siempre que usted volvería. Pero vaya. No pierda tiempo porque alguien espera por usted debajo del sauce. ¿Usted sabe cual es, verdad?-
- ¡Por supuesto Simón: el sauce llorón! ¿Pero me dices que allá está ella?-
- ¡Como lo escuchó señor!-
- Loco de alegría eché a correr. Lo sabía. Sabía que ella no estaba muerta. Que no podía haberse ido sin mí. Que todo aquello no había sido más que una broma para hacerme regresar. Para pedirme perdón por su constante negativa a aceptarme. Finalmente a punto de llegar, corrí hacia el sauce. Y efectivamente había alguien debajo de sus ramas las cuales me ocultaban el rostro. Por ello me apresuré feliz al encuentro de la mujer que amaba y que finalmente iba a ver. Mas al llegar al lugar, Isabel no estaba. En su lugar había una hermosa niña de grandes ojos que me miraba estupefacta a tiempo que exclamaba:
- ¡Llegastes! ¡Qué bueno que llegastes! ¿Tú eres mi papi, verdad?-
Asombrado exclamé:
- Yo soy Ignacio Enrique. ¿Y tú cómo te llamas?-
- Como mi abuelo José Gabriel: María Gabriela.-
- Si. Si. Pero quiero decir: ¿Quién eres?-
Súbitamente, al acercármele, observé que de su cuello pendía un dije con la mitad del corazón que Isabel me había dado aquella noche. En ese momento sentí angustia y felicidad al mismo tiempo mientras la imagen de María Gabriela lucía empañada por mis lágrimas.
- Soy tu hija papi, ¿No me reconoces? Mamá me dijo que tu vendrías algún día a buscarme. Que te esperara todas las tardes bajo este árbol. Que te dijera que ella está aquí con nosotros.- Y terminando de decirme esto, se colgó de mi cuello diciéndome: -¡Te quiero papi! ¡Eres igualito como mi mamá me decía!.-
- Si. Yo soy tu papi, María Gabriela. Y también te quiero mucho. He venido para quedarme para siempre contigo y me siento muy feliz.- le dije, a tiempo que la cubría de besos.
- ¿Y entonces por qué lloras?-
- Por nada. Es por culpa de este sauce llorón.-